Dentro de las montañas

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Por María Angélica Aparicio P.

Unas cien veces me había parado en la base de las montañas para llevar los ojos hasta las cimas. Subir sus laderas cubiertas de pasto, de árboles, de flora, era un ejercicio activo, más de esfuerzo físico y compromiso que de mirar, desde la parte baja, la cúspide de estas elevaciones de tierra. Pero yo simplemente las miraba. Las observaba con fascinación, sorprendida, pensando que eran mágicas, demasiado poderosas para tocarlas y construir un vínculo.

Desde niña adoraba los desniveles físicos, la quietud y el silencio de las montañas. Creía que eran como dioses, piezas divinas e intocables de la naturaleza. Pero un buen día, un bonito mes de diciembre, todo cambió: miles de posibilidades revoloteaban alrededor mío, de mi cintura, piernas y brazos, cuando me invitaron a subir hasta la cima de un cerro. Era el monte de 3.800 metros que se asomaba frente a mí, los días de vacaciones, en Guaduas.

Miles de años atrás, las montañas de la cordillera Andina aparecieron –en nuestro país– convertidas en volcanes, nevados, sierras, serranías, mesetas, colinas. Contemplarlas –como solía hacerlo– no era lo único que se podía hacer. Ya los indígenas habían descubierto que en el interior de estos montículos había sal; que en sus pendientes se podían construir viviendas; que el agua limpia, virgen, nacía en sus extrañas para formar los ríos.

Después de subir hasta la cima del monte, comencé a escalar las montañas sin ayuda de cuerdas, unos cuatro mil metros de altura, hasta los páramos. Me aficioné a esta apreciable actividad que me pegó más al sentido de respetar los árboles, la maleza con espinas, las hojas caídas, los bosques, las rocas, los hormigueros, que a seguir asumiendo que no podía tocar ningún centímetro de la montaña. La naturaleza tenía sus misterios, sus lados oscuros para el ser humano; mejor sería aprovecharlos al máximo.

En un viaje por carretera, en los Alpes Suizos, descubrí el secreto mejor guardado de nuestro planeta: el interior de las montañas. El bus turístico en el que viajaba con un diverso grupo de curiosos, se acercó a una negra abertura, perforada en un macizo. Era tal la amplitud del hueco, que me congelé; sentí que estaba metida en un ataúd en posición de loto. La enorme boca, negra como el chocolate, era un oscuro túnel del que pensaba, no saldríamos nunca. Finalmente, el bus asomó su trompa al otro lado, permitiéndome descansar.

En dicho túnel, pasamos de un día pleno de sol, a la oscuridad. Transitamos a un aire menos limpio: de los olores de la vegetación a los olores de los gases. Estuvimos metidos en un largo tubo, iluminado de principio a fin por numerosas luces artificiales. Era un trayecto que marcaba el desarrollo de los europeos en materia de vías de comunicación e infraestructura, una obra de ingeniería revolucionaria, algo innovador, que no había visto, jamás, en Colombia.

Aquél túnel de carretera se llamaba San Gotardo. Atravesaba el macizo del mismo nombre, en un recorrido de 17 kilómetros de longitud. Cuando se inauguró, era el más largo del mundo, el más largo de Suiza. ¡Dios! Había tenido la fortuna de cruzarlo en un pulman de viajes, moderno, de color azul, manejado por un guapo francés que no hablaba ni jota de español. La travesía, así como asombrosa, también hizo que el miedo nos atrapara por la extensión de la obra, la sensación de andar en un conducto reducido, el sistema de ventilación, la posibilidad de un choque, el mareo, en fin.

En el norte de Noruega, país de fabulosas hazañas de ingeniería, el túnel de Laerdal impacta, embelesa, rompe la incredulidad de los más tercos. Su gran novedad es el diseño, para relajar la vista y evitar malestares, de cuevas subterráneas, puestas en 24 kilómetros de largo, muy parecidas a las magníficas cuevas de las Salinas de Zipaquirá, aquí en Colombia.

Este túnel une las localidades de Oslo y Bergen por una carretera vehicular de gran movimiento, alejada de la costa y del mar del Norte. Se tardan veinte minutos en cruzar este desafío de la ingeniería noruega, que nos deja boquiabiertos a nosotros como latinos. Hoy se cataloga como el túnel de carretera más largo del mundo.

Algunos años después de atravesar túneles entre montañas cavadas, Colombia inició el ciclo de este tipo de ingeniería con el fin de mejorar la comunicación entre poblaciones que no tienen puntos de unión. Hoy es un orgullo nuestro, del corazón, entrar a los túneles que se han construido, como La Línea, el túnel de Oriente, el túnel Guillermo Gaviria. Gracias al esfuerzo de un equipo de trabajadores nace la ilusión de acortar los trayectos interminables; nace el sueño de unir los centros de producción, los puertos, las ciudades, los municipios, dar un respiro al progreso nacional.

Con los túneles, las montañas dejaron de ser –para mí– el adorno interminable de la naturaleza. Escudriñar sus características físicas, excavar el interior, reforzar sus paredes como en una vivienda, fueron descubrimientos que me atraparon. Ver que las montañas podían perforar y protegerse por dentro, sin dilapidar la fuerza física y el espíritu que, como materia, nos transmiten, fue la crucial enseñanza que la vida quiso ofrecerme.