Por María Angélica Aparicio P.
En la época precolombina, los Chibchas, Arawak y Caribes eran los dueños de nuestro vasto territorio. Aquí elaboraron sus cerámicas, sus tejidos, las armas de cacería, los elementos de pesca, la cestería. Las mujeres sembraron maíz, yuca, aguacate, fríjol. Intercambiaron sus productos manufacturados y agrícolas con otras tribus. Política, economía y cultura parecían funcionar en las tribus que hacían parte de estas familias indígenas.
El retrato de esta apacible vida se rompió con el arribo de los españoles. El vuelco fue total desde 1492. Al carajo con las tradiciones indígenas, sus creencias religiosas, su éxito en la fabricación de utensilios y adornos, su propiedad individual. Tras la llegada de los españoles, todo se volvió un chiquero. Conquistadores y colonos en nombre del rey que, por herencia gobernaba la monarquía de España, se tomaron nuestras tierras con todos los bienes naturales adjuntos: lagunas, animales, árboles, plantas que, en absoluto, pertenecían a estos locos europeos.
Apaleados nuestros indígenas, pronto arribaron a las costas montones de afrodescendientes, nacidos y criados en los países marítimos de África. Arrancó así la esclavitud como una fuente de dominación extranjera –impuesta por portugueses, españoles, franceses e ingleses– y como una “institución legítima” en el extenso territorio de América. En nuestro país –un virreinato en aquel momento– los negros llegaron a experimentar una vida de esclavitud galopante.
En medio de este chiquero desatado, apareció un hombre con visión distinta, un sacerdote español del siglo XVI, que entendió que cuidar a otros en son de apoyar, de aliviar, de quitar las cargas emocionales de los esclavos, sería su trabajo, quizás la labor más descomunal; importante en la medida en que la mano dura que ejercían los españoles sobre los afrodescendientes, bajara de escalón.
Juan Pedro era el sacerdote español, nacido en Lérida, provincia ubicada al nororiente de España, que gritó al cielo los abusos que se cometían con los esclavos. San Pedro Claver –como se conocería después– había nacido en junio de 1580 en una familia de padres disfuncionales, que comenzaron a enfrentarse como dos gallos de pelea. Finalmente, su madre y uno de sus hermanos –el mayor– murieron anticipadamente. Tenía menos de dieciocho años cuando estos dolores de cabeza llegaron a su vida.
Desde pequeño, San Pedro notó su vocación por la espiritualidad. Le atraían con fuerza, como los imanes, el sacerdocio católico y las misiones que estos hombres comprometidos –a cuál más valientes– cumplían ciegamente en otros países. Decidió estudiar latín, griego y el difícil arte de la retórica. Después, con los años, se trasladó a Mallorca, una isla situada en pleno mar Mediterráneo, propiedad española, para estudiar filosofía. Convencido del camino elegido, dio sus votos sacerdotales a la Compañía de Jesús para integrarse como otro jesuita más de esta comunidad religiosa.
A principios del siglo XVII, Pedro Claver aterrizó en Cartagena de Indias –capital actual del departamento de Bolívar– tras obtener el permiso de viajar a estas tierras recónditas. En esta ciudad amurallada, fundada en 1533, se habían multiplicado los Obispos y las iglesias católicas. Pero, así como era una ciudad religiosa, también era la capital que recibía al año, de tres a cuatro mil negros, apresados como animales en Ghana, Guinea, Senegal, Liberia y Sierra Leona, territorios propios de África.
Pedro Claver vio los barcos negreros de Cartagena, anclados en el mar. Eran los pesados galeones, que llegaban cargados de hombres, mujeres y niños. Esta ciudad había sido decretada, por los españoles, como el único puerto de nuestro virreinato con capacidad suficiente para recibir a la población africana. Otros puertos se encontraban lejos del país con el fin único de recibir más extranjeros desconsolados.
De cara a los galeones, San Pedro no se quedó contemplando, de pie, sus inmensas estructuras. Entró a las embarcaciones. En las bodegas se refundió con los esclavos sin discriminar a ninguno. Repartía alimentos y tabaco, antes de que los esclavos abandonaran las sucias embarcaciones donde ya cumplían tres meses de travesía y se preparaban para iniciar una vida de infierno.
Pedro Claver brindó colaboración a los negros que, vendidos por altas sumas de dinero, estaban obligados a quedarse como esclavos en Cartagena, y en los territorios aledaños al actual departamento de Bolívar. Estuvo presente, ahí, para los enfermos, los lisiados, para quienes necesitaron consuelo tras dejar, por la fuerza, sus viviendas y sus familias en el occidente de África. Con su ejercicio de cuidar a otros, procedentes de lenguas y culturas distintas, logró cambiar momentos de llanto y pánico, por largas fibras de esperanza.
Tras años de dormir en una humilde esterilla bajo un sueño ligero y escaso, y agotado ya por su quehacer humanista, San Pedro falleció en Cartagena de Indias a los 74 años, un siete de septiembre. Su extraordinaria hazaña en nuestro país, bajo la monarquía de los reyes Felipe II, Felipe III y Felipe IV, podría compararse con la tarea de reconstrucción de la madre Teresa de Calcuta, y de tantos líderes sociales de la Colombia actual que siguen batallando contra el abuso y la violencia ejercida por otros colombianos.
Sus restos, conservados con la misma dignidad cobijada a los reyes que dirigieron los destinos de Europa, se conservan en Cartagena, bajo el altar mayor de la iglesia de San Pedro Claver.