Por María Angélica Aparicio P.
Soñar en vivo, con las ideas que proyectamos, no cuestan ninguna fatiga; tampoco erupciones, pesos, centavos, ni billetes de dólar. Son agradables olas de imágenes volando en nuestra cabeza.
Muchas experiencias se han desarrollado sin ser producto de las aspiraciones que queremos realizar, sin sentir las punzadas del alma como los llamados incesantes a una puerta. Aparecen de repente junto a nosotros, sin causar corazonadas, cumpliéndose a cabalidad para bien o para mal.
Pues bien, nunca soñé con pararme, de cuerpo entero y con los brazos extendidos, en la renombrada costa Azul francesa, la zona del continente europeo que hace límite con el Mediterráneo. Nunca sentí las chuzadas del destino para que me fuera algún día. Una oportunidad inimaginable, me puso en dirección al sur de Francia una mañana de invierno, para conocer, por unas horas y antes de llegar a Niza, el paraíso del que tanto se hablaba: el Estado Soberano de Mónaco.
Mientras los turistas miraban adormilados por las ventanas del bus, yo evocaba imágenes de Colombia: pensaba en la infraestructura de la Costa Pacífica, que en nada se comparaba con este litoral de Mónaco, bellísimo, limpio, con preciosas playas de roca y arena blanca, con agradables edificios construidos entre la vegetación, de variados estilos arquitectónicos, resultado del cordial convivir con la naturaleza, y desde hace décadas, de la honrada gestión de los bienes públicos. Trabajo y estética parecían envolver a Mónaco en ese día de visita.
Bajo mi criterio, corríamos por una carretera angosta de curvas pronunciadas hacia la ciudad de Montecarlo –capital del país–. El terreno no presentaba trazos rectos que apaciguaron el miedo que sentía por aquel trayecto ondulado y desconocido, con cachos de peligro, que era la vía marítima. Me sentía trotando al pie de un precipicio. Un mar inacabable bordeaba la parte baja a tan solo pocos metros de la carretera. Esa mañana, el sol pegaba duro en la superficie del agua, formando un paisaje alucinante. Aun así, temblaba por caernos al mar, que salpicaba contra las rocas, o por un choque, de frente, con otro bus de pasajeros.
Pensé que el conductor se detendría en el punto exacto donde Grace Kelly –esposa del príncipe Rainero III– rodó cuesta abajo en dirección al Mediterráneo hasta estrellarse. La hermosa norteamericana perdió la vida en un momento fatídico, inesperado, en esta misma carretera, vía que solía transitar en su automóvil privado. Pero el conductor no paró, no pitó, bajó la velocidad más por precaución, que por brindar homenaje a esta princesa distinguida, de cabellos rubios y sonrisa de actriz complacida, que supo conquistar el corazón de los monegascos.
Superada la tortuosa carretera, entramos a la ciudad. Una bahía circular rodeada de flores blancas y rojas, impecablemente puestas en el césped, nos recibió. Al frente se hallaba el suntuoso casino de Montecarlo cuya historia había comenzado en 1863. Tras pasar la calle, nos situamos en las escalinatas de la entrada principal. Un guardia, serio y amable, vestido rigurosamente de negro, nos abrió la puerta del hall. La sopa de razas humanas que me acompañaba, ingresó conmigo a un amplio salón.
El impresionante edificio había sido construido por Jean Louis Charles Garnier, el mismo arquitecto que hizo la ópera de París. Con el tiempo, el edificio se convirtió en uno de los emblemas más notorios de Mónaco, construcción que, además, comprende una sala de ballet, una ópera y un teatro. Se permitió entonces los bendecidos –porque estaban prohibidos– juegos de azar: máquinas tragaperras, blackjack, ruletas, póker y cartas llegaron a Montecarlo, para reinar. Miles de lunáticos, entre aristócratas, actores y millonarios de Europa, volaron a gastar su dinero en este centro de película.
Al salir, volví a mirar la fachada externa del casino. Ensimismada como estaba, apenas escuché el motor de un auto. Entonces vi que estacionaba junto a la acera, y que un galán, embutido en un abrigo beige, se bajaba del auto. Mis ojos aterrizaron en el Rolls Royce color negro que el joven acababa de estacionar. Casi como un tsunami, llegó otro tipo, alto y guapo, en un carro Bentley; luego, una mujer forrada en un estrecho vestido rojo, bajó de un automóvil Aston Martin. Cuando ya estábamos en el interior del bus, un Ferrari pasó por el carril de la derecha. Las piernas se me volvieron gelatina. ¿Esto era Mónaco?
Pronto estuvimos frente al palacio Grimaldi, residencia oficial de los príncipes que dirigen Mónaco. Conocía su aspecto por las revistas ilustrativas que ojeaba. La última restauración del palacio había sido labor del príncipe Rainero III, quien mejoró varias estancias y dormitorios privados. Además, convirtió los pisos de mármol en un conjunto de mosaicos, que dieron al palacio mayor claridad y viveza. Su esposa Grace –la mujer de buen gusto que era– le dio el toque femenino que faltaba.
Por la noche, Montecarlo parecía el clon de un pesebre navideño: numerosos edificios de lujo, levantados con equilibrio a lo ancho y largo de las montañas, relucían con sus luces encendidas. En la ribera, las embarcaciones, iluminadas de proa a popa con sus propios bombillos, reinaban sobre el agua, en la más perfecta alineación y calma. Pensé que nada podía compararse con esta lujosa ciudad, adornada con miles de luces amarillas.