El chico llamado Franklin

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Por María Angélica Aparicio P.

Como hijo único e integrante de una familia de ricos, no sabía qué rayos le depararía el destino mientras pasaba su infancia en Hyde Park, en una elegante casa que olía a porcelanas finas, floreros de cristal, pinturas, lámparas y muebles. El chico Franklin que corría por los pasillos de la mansión, ubicada en el estado de Nueva York, estaba destinado a una misión que, para millones de personas, era imposible alcanzar: ser el presidente de los Estados Unidos de América.

Franklin creció como el muchacho consentido de sus padres Sara Ann Delano y James Roosevelt, quienes, adorándolo, no dejaron que su hijo primogénito tomara el rumbo de la holgazanería para vivir sabroso y despreocupado a costillas de la riqueza de los suyos. Por ese único motivo, tuvo que estudiar con disciplina en las universidades de Harvard y Columbia, graduándose de abogado.

Muy joven, el futuro presidente Franklin Delano Roosevelt demostró lo capaz que podía ser en su carrera de derecho, pues en la vida personal, su andar era otro muy distinto: ejercitaba deportes, iba de cacería, viajaba por Europa, hacía largas caminatas al aire libre, se reunía con los amigos que había logrado reunir en su círculo social. Era una bomba de carne y hueso que vivía al mejor estilo norteamericano.

En 1905 contrajo matrimonio con Anna Eleonor Roosevelt, una joven mimada de Nueva York que, a sus 18 años, vivía más entre los avatares de la moda y el glamour, que, preocupada por las labores domésticas, la política, la economía y la cocina. Pero así y con toda su inocencia de niña rica, se casó con el flamante muchacho –Franklin– que muchos apreciaban como un joven talentoso y prometedor; un político nato del partido demócrata, que haría temblar a los estadounidenses por su cordialidad y sensatez.

Cuando Franklin se casó, tenía tan solo 23 años. Era entonces un ferviente lector, el atípico chaval –como pocos de su época– que devoraba los periódicos, las revistas, las historietas, los documentos; se comía con los ojos cuanto papel caía en sus manos. Sostuvo el hábito de leer hasta el punto de coleccionar miles de libros, que terminaron en los estantes de una enorme biblioteca. Como un apasionado acumulador, también guardó modelos de barcos de todos los tamaños, que hicieron compañía a los numerosos adornos antiguos que coleccionó hasta su muerte.

Anna Eleonor no pudo quedarse como la esposa inactiva, ignorante, cómoda, que proyectaba ser hacia el futuro. Le tocó moverse tras el gato mayor e inteligente, que era su esposo. O marchaba a su ritmo, o terminaba en el primer abismo de la carretera. Para activarse, enfrentó con decisión su tristeza más grande: superar la muerte de sus padres y el fallecimiento de dos hermanos suyos. Luego, comenzó a retrotraer las enseñanzas de la feminista Marie Souvestre, una educadora francesa, que la influyó para que se despabilara y fuera la mujer independiente y fuerte que el país necesitaba.

Con ideas lozanas, la nueva Eleonor se unió al deporte: clases de natación entre semana y clases de equitación los días libres. Simpatizó con Louis McHenry Howe, el periodista de Indianápolis que trabajó para distintos periódicos y que era amigo inseparable de Franklin, desde que se conocieron. El acercamiento con Eleonor fue lento pero cortés. Howe terminó enseñándole innumerables piruetas sobre política, periodismo, el arte de hablar en público, la vida interna de una organización tan vital como era el partido Demócrata. Con los años, Howe se convertiría en su gran amigo, en su aliado número uno, en su invaluable profesor estrella.

Cuatro varones y una mujer llegaron al matrimonio de la joven pareja de los Estados Unidos. Franklin se puso en la tarea de ser un papá activo, inmejorable, con ideas modernas. Buscaba ser cualquier líder menos transformarse en un estorbo para sus chicos. Fortaleció su campaña de llevar a sus hijos de excursión, de ir con ellos a caminatas interminables por los bosques, como si todos pertenecieran a un grupo de Boys Scout.

Mientras los paseos se prolongaban, la relación entre Franklin y Eleonor se fue deteriorando como un barco que se hunde lentamente, con su casco, mástiles y velas, en altamar. Su esposa tomó la decisión de separarse bajo la premisa de mantenerse cerca, y por más rabietas que tuviera, conservar la armonía familiar. Y se marcó la distancia entre las dos figuras relevantes.

La afición de Franklin por las excursiones, lo llevó un día a la isla de Campobello, situada en el océano Atlántico, donde se alojaba una pequeña población de ciudadanos. Vivió esta grata experiencia en compañía de sus hijos. Por la noche, se puso junto al fuego, hechizado con las llamas que ascendían en dirección al norte. Conversó alegremente como era su costumbre. A la mañana siguiente, una negra borrasca se vino sobre el joven Franklin: No pudo levantarse de la cama. Lo intentó tres, cuatro, cinco veces. ¿Qué le impedía pararse? Un ataque de poliomielitis lo había dejado, en menos de 48 horas, paralizado.  

El hombre con armazón de guerrero, no se detuvo como los muertos. Enfrentó el virus con tesón. Decidió encerrarse entre cuatro paredes y maldecir al cielo por su suerte, no era el camino. Logró levantarse, caminar con aparatos ortopédicos, nadar en algunos ríos y montar a caballo. Descubrió que, metido en el agua, podía estabilizarse como un ser normal y sostenerse solo. De ahí su afición a las piscinas. Luego vendría su incondicional amor por el agua termal, que en algo aliviaría las flaquezas de su cuerpo maltrecho.

En 1928, Franklin era un integrante notorio del partido Demócrata y un huracán en materia política. Era todo un luchador, un candidato importante en el andamiaje de candidaturas y títulos. En abril de ese mismo año, fue elegido gobernador del estado de Nueva York en unas reñidas elecciones para dirigir ese territorio, localizado en el extremo opuesto a la península de Florida.

Cuatro años después –en 1932– surgió la candidatura de Franklin a la presidencia de los Estados Unidos. El inseparable Louis Howe movió teclas, cuerdas y tambores para que el estadounidense aceptara a un hombre que, en silla de ruedas, era el político más preparado para dirigir los desafíos económicos y sociales del país. De triunfar, sería el presidente número treinta y dos y el inquilino más pomposo de la Casa Blanca. ¡Y ganó las elecciones!

En 1933 cogió el timonel de ese enorme yate que conocemos como Estados Unidos. Lideró el país durante doce años enfrentando difíciles situaciones. Su devoción por el cigarrillo, su programa radial de “charlas junto al fuego”, la fidelidad con sus amigos, los libros y su amorío con los barcos, siguieron acompañándolo hasta 1945, año en que llegó la noticia de su muerte cuando todavía flotaban en el mar y en el aire, los residuos de la segunda guerra mundial.