Charlas amenas sobre cuatro llantas

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Por María Angélica Aparicio P.

Todos los días se estacionaba un taxi frente a mi edificio. Cada uno era de un modelo y color distinto al anterior. Yo los abordaba como si me fuera de viaje. Miraba a la derecha y a la izquierda. Volvía a repasar los edificios, los arbustos, los dueños de los perros, el bus escolar que pitaba porque el chico no bajaba. Así me despedía de mi barrio por unas horas.

Happy taxi driver driving a car and smiling

No iba a ningún planeta. Ni siquiera al soñado Marte de Elon Musk. Recorría Bogotá en cuatro llantas a la velocidad que permitía el tráfico. A veces, el conductor volaba; otras, aguantábamos la interminable fila de carros que paraban, uno tras otro, por las obras que se vienen desarrollando en la ciudad.

Me bajaba del taxi, lejos del sector donde vivo, con la sonrisa puesta en el rostro. Miraba los andenes, los alrededores; escudriñaba el cielo con sus nubes y su color azul. Caminaba despacio por una calle peatonal sin huecos. Disfrutaba el frío de la mañana. La gente que salía a practicar deporte, saludaba, como si los conociera desde niña. Sin embargo, aquella localidad era nueva para mí.

Portrait of a happy woman at a car dealership going for a test drive – lifestyle concepts

Tres semanas después de estos paseos, califiqué el servicio de transporte con un diez. En poco tiempo noté el progreso: rapidez, eficiencia, seguridad, gente amable. No sentí una soga al cuello al recordar los incidentes de violencia que habían ocurrido en los taxis, años atrás. Había una evolución del sistema, un paso grande.

Los conductores resultaron ser, increíblemente, una colección de edades, empatía y conocimientos. Anfitriones decentes que me recordaron a los choferes de las ciudades populosas de Europa, que se desbordan por atender al turista. Los de Bogotá eran una población sencilla, bien presentada, cada uno con su tema y sus ideas de esta ciudad diversa. Los escuché entre sonrisas, entre apuntes lanzados en vivo y en directo.

Puse el futuro del metro como coctel de conversación. Muchos tenían visualizado los avances de esta obra, la más sagrada, costosa y esperada por años. Se referían con orgullo al sistema próximo a recorrer Bogotá con su infraestructura nueva. Alguien dijo que acortaría el tiempo de las personas que vivían en el sur occidente de la ciudad. Otro explicó que serviría más bien, para ver la ciudad de un extremo a otro y conocerla mejor. Pero reducir la ola de carros actual, no, ese no sería su papel. No sonaba a la tarea primordial de este fabuloso medio de transporte.

Un avance sustancial se destaca en la construcción del metro. Los ingenieros y los obreros corren, trabajan aceleradamente. En tres años veremos las primeras estaciones, los andenes y las máquinas. La ciudad cambiará su aspecto, sus ruidos, su atmósfera. Habrá más sitios para tomar el sol y más estaderos para descansar del ajetreo diario que nos aprieta. Surgirá una vegetación más verde a lo largo del trayecto, como se ha sembrado, ahora, en otros rincones de la ciudad. Viviremos en la ciudad de la esperanza.

¿Qué hacen además de conducir? Era mi pregunta de gran calibre como una granada lanzada a un pozo largo y profundo. A pocos les gusta que los extraños -como yo- abramos un hueco en la privacidad de otros. Sin embargo, hay gente para todo, y cuando hay chispa, hay una grata cadena de respuestas.

Un chofer simpático y extrovertido, de cabellos negros, chivera y gorra, me habló de las niñas que tenía.”Juiciosas -anotó con certeza-. Estudian en la escuela y aprenden, responden bien. Su madre es trabajadora, responsable. No vivimos juntos…” Tamaña proeza porque era un jovencito. Fue papá a los 19 años.

La cabeza se me volvió un circuito de alambres eléctricos. ¿A los diecinueve? ¡Chanfle! Cuando ya se anuncia un descenso en la natalidad, ¿qué se hace a esa edad? Propongo una fila de proyectos: viajes regionales, estudios universitarios, paseos al parque, pruebas de comida gourmet, visita a las salas de cine, museos y bibliotecas, entrada a las discotecas; recorridos en bicicleta o patineta. ¿Pero hijos a los diecinueve?

Uno más, bien peinado y de gafas, que parecía leer, a diario, los periódicos digitales, me suministró noticias que pesaban por su cantidad. Soltó comentarios actuales del futuro: el agua, los nuevos puentes de Suba, el clima que nos cobija, lo difícil que era vivir en una ciudad rodeada de andamios, mallas, tubos y alambres como es Bogotá. Con este joven aprendí que la fluidez verbal, cuando se tiene como don, vuelve la cháchara más interesante.

El siguiente conductor, de arete en la oreja y aspecto físico envidiable, habló de las discotecas, en especial, la que se había derrumbado en la ciudad de Santo Domingo, en República Dominicana. Concordamos con que el episodio era de tragedia, algo tan inesperado, tan caótico, que hacía temblar. Acordamos que se habían registrado más de doscientos muertos. Mucha gente en un espacio, quizá, reducido, para esa cantidad de víctimas.

Imaginamos el evento antes de la caída de la estructura: música a todo volumen, baile apiñado, cuerpos moviéndose bajo el calor; aglomeración, trago circulando de mano en mano, exceso de ruido. También pensamos en la felicidad, las risas, el canturreo de las canciones, los vivas y chiflidos de los presentes. Y de pronto… los gritos, el estruendo, los gemidos. Finalmente, el silencio de las víctimas terminó por expresarlo todo.