Alfileres y agujas para una película

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Por María Angélica Aparicio P.

El director de cine Paul Thomas Anderson tenía razón: su película “El Hilo Invisible” resplandecerá para los espectadores de refinado ojo y buen sentido de la crítica. Nominada a seis premios Oscar en el 2017, Anderson logró un trabajo de lujo con Cyril Woodcock, su hermano Reynolds y Alma Elson –sus nombres ficticios– como actores principales.

La película resultó un deleite por la fotografía, la escenografía, los diálogos, el vestuario y la elegancia de los elementos que se usaron para mostrar el exquisito gusto de los ingleses. La música de Jonny Greenwood, un especialista en piano, hizo más deslumbrante aquellas escenas que necesitaron un aire musical de fondo.

“El Hilo Invisible” llevó a Reynolds –Daniel Day Lewis en la vida real– a consagrarse como actor. En el 2012 había interpretado al presidente Abraham Lincoln en una de las películas más increíbles de la historia política de los Estados Unidos. Ahora, representando el papel de modista dedicado y amante de los vestidos femeninos, mostró su extraordinario talento en el laborioso arte escénico.

En la película, Reynolds interpreta a un tipo alto, juvenil, de buenas facciones, que usaba gafas de carey gruesas, de esas que siempre huelen y expelen envidia. Su complexión atlética causaba suspiros e ilusiones. Para las damas de la alta sociedad inglesa, representaba a un hombre tan terriblemente varonil y guapo, que congelaba los corazones de todas las mujeres.

En las mañanas, el silencio de Reynolds equivalía a un amante íntimo, el primero que se encontraba en la lista de prioridades. Ni siquiera hablaba lo mínimo. No pronunciaba palabra en los desayunos, en los cuales, detestaba también el ruido. Odiaba el sonido de las cafeteras al vaciarse el líquido en las finas tazas de porcelana, o el susurro de las cucharas al contacto con los terrones de azúcar. Mientras consumía el té caliente, dibujaba bocetos o escribía cartas, en medio de la mudez más absoluta.

Su hermana Cyril, que lo conocía al dedillo, no prestaba atención a ese hermano que hacía el patético rol de mudo. Cyril comía pan con raciones de mantequilla mientras Reynolds concentraba la atención en su block. Podían ser tres o cuatro horas. Ninguno hablaba. Era la rutina de la casa Woodcock, un centro de moda creado en Inglaterra para dicha de los ricos. En esas tempranas horas del día, Cyril y Reynolds Woodcock mantenían una estricta etiqueta.

Un equipo de mujeres trabajaba en la casa Woodcock. Cosían para la realeza y la sofisticada sociedad de mediados del siglo XX. Eran expertas en costura. Les gustaba permanecer en el amplio taller de trabajo, en el segundo piso de la mansión, bajo la supervisión de su ídolo: el señor Reynolds, un artista en el diseño de moda femenino. Admiraban a este hombre que, con un ojo de águila y otro de buitre, dirigía cada prenda que se procesaba.

Los vestidos confeccionados mostraban la más alta costura. Eran piezas originales, salidas de la mente creativa de Reynolds cuando estaba en el punto más encumbrado de su producción, que solía ser, casi siempre, en las mañanas. Las mujeres, concentradas en su quehacer, agarradas de hilos, alfileres y agujas, cosían a mano. Habían aprendido a poner botones y cremalleras y a coser los moldes en el más imperioso silencio, como su jefe lo hacía en los desayunos.

Una tarde, tras un largo viaje por carretera, Reynolds vio un restaurante de baja monta. Estacionó su coche y abordó una mesa junto a una pequeña ventana que exponía las afueras. En el interior, distinguió de pronto a una chica alta y de cabellos rubios, recogidos en la cabeza. Nada en ella hacía paralizar el alma. Era alta, común, algo burda, con una sonrisa que quizás, provocada morder. Pero Reynolds puso sus ojos en el cuerpo de la joven: ¡merecía un diez!

La muchacha era una de las camareras del mesón. Se llamaba Alma Elson y no tenía el dinero, los modales, ni la fama de los Woodcock. Sin embargo, empalmó con el modista como anillo al dedo. Esa noche tomaron juntos el coche. Reynolds le mostró su taller, su trabajo de años, la forma como cortaba las telas para armar vestidos de precios exorbitantes. La chica se maravilló con este hombre de extraordinaria estructura física, misterioso, de voz gruesa, que centraba su vista en los ojos de ella como si evaluara una sofisticada prenda de seda.

Alma se quedó a vivir en la gigantesca mansión Woodcock, junto a los hermanos Cyril y Reynolds. La altura envidiable de esta mujer y su cuerpo de buen talle, le permitieron modelar, ante el selecto grupo que asistía a la casa de moda como invitado, los vestidos confeccionados por Reynolds. Alma modelaba finísimos trajes en colores fuertes, en blanco, en gris, con botones, chales y cuellos de encaje, acompañados con collares discretos muy bien escogidos.

Un lento romance, tejido con hilos de oro y plata, nació entre el modista elogiado de Inglaterra y Alma, la camarera, en las pasarelas de la casa Woodcock. La joven descubrió la difícil tarea que significaba convivir con Reynolds, un individuo obsesivo, maniático del orden, controlador y rutinario, y un soltero sin remedio. ¡Pero al carajo con todo! Le dedicó minutos, días, horas enteras, hasta volverlo un niño ferozmente aferrado a ella, a su paciencia, a su dedicación, a sus ideas rebeldes para sacarlo de la cuadrícula en que vivía.

El modista de cabellos abundantes y bien vestido que era Reynolds, terminó casándose. Una boda sencilla aprobada por su hermana Cyril fue exitosa. En un minucioso proceso, Cyril entendió que Alma era la mujer que encajaba, como ninguna otra, en la vida del artista. Y apoyó la unión. Sabía que su cuñada tenía un sinfín de defectos, pero también percibía, con maníaca seguridad, que el robo de dinero, los muebles y los bienes que poseían, no hacían parte de la codicia mental de Alma. Simplemente, la joven se había enamorado, como una loca sirena, del hombre deslumbrante que era su hermano.

Por esta magnífica trama, relevante y ficticia, el norteamericano Paul Thomas Anderson, director y escritor de esta película, se ganó los aplausos más sonados de su carrera artística. “El Hilo Invisible” fue presentada en cine y en televisión para un público heterogéneo, que se impresionó con los detalles escénicos de este gran trabajo cinematográfico.