Aventura en Zurich

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Por María Angélica Aparicio P.

El recepcionista del hotel nos contagió del paseo que, por sus elogios, parecía ser el más prometedor de la ciudad de Zurich: la zona blanca de los Alpes Suizos. Alargando su mano, que salía de un estrecho uniforme azul, nos dio un folleto con imágenes de la montaña, entonces cubierta con gruesas capas de nieve. Las fotos seducían nuestra vista, pero la información, escrita en alemán, nos volvía la mente como los rulos de la cabeza.

Llegar hasta el paradero de buses parecía facilito, aunque la distancia era extrema. Caminamos un tiempo por andenes de cemento sin rastros de mugre. Se veían pocos autos en movimiento y ningún peatón. Sentíamos el magnetismo de Zurich, su belleza y su extraño silencio. Tras recorrer varias calles desiertas, encontramos de pronto un bus, que se deslizaba rápido por una curva. Ubicamos entonces el paradero donde se abordaba.

Sin mucha conciencia del barro que pisábamos, comenzamos el ascenso a pie tras dejar el bus. Subimos en dirección al cinturón de montañas que parecía una espiral. Tras salir de la tienda de comestibles que visitamos primero, apareció la estación para deportes de nieve. El invierno inundaba la ciudad de blanco como lo hacía cada año en el mes de diciembre.

La estación de Engelberg nos dio la bienvenida. Estaba cerca al aeropuerto de Zurich; cerca también, de la preciosa ciudad de Lucerna de la que algo conocíamos. Por el momento, nos abríamos felices a un campo desconocido: precipicios, pistas de hielo, deportes extremos sobre nieve, paisajes nuevos, la esplendorosa cumbre del monte Tiltis.

Una canasta aérea, metálica, que funcionaba por cable, llegó hasta nosotros. Asaltamos la máquina como si fuera nuestro mejor juguete de plástico. Comenzamos a elevarnos, lentamente y sin notarlo, del nivel del suelo. Cada vez, los árboles se veían como adornos muy pequeños, mientras los turistas se volvían puntos fijos diminutos. Un viento helado nos daba de frente. Nos acorralaba el mismo frío que también se siente en los hermosos nevados de Colombia.

Pasamos las estaciones de Trubsee y de Stand. La canasta siguió rumbo a la cuarta parada, una pausa clave en este viaje de aventura: la estación circular, estable y sólida de Klein. Era el último destino del monte Tiltis, el sitio estrella, el final que nos había recomendado el serio recepcionista del hotel.

Salimos a la intemperie congelados. Una ráfaga de viento estuvo a punto de tumbarnos en la empinada ladera. La temperatura descendía bajo cero grados en medio de un paisaje que tejíamos, con lanas y agujas imaginarias, en nuestra memoria.

La cima del encumbrado monte Titlis era un glaciar. Se cargaba con toneladas de nieve en los inviernos. Caminar era difícil sin los elementos de alpinismo adecuados. Un paso tras otro, en cámara lenta, nos acercaba a la cima, entre las leves capas de nieve que caían, sin piedad, encima de nosotros. El paisaje parecía un extenso mantel de lino blanco sin velas, sin platos, sin cubiertos y copas de vino. La montaña era el símbolo de Zurich, la principal elevación de los Alpes Suizos.

No pudimos llegar hasta su pico de más de 3.200 metros de altura. Lo intentamos sin descanso, pero el viento nos impidió alcanzarlo. Soplaba fuerte y rápido desafiando nuestra mente y las lentas pisadas que dábamos en función del objetivo.

Nos sentamos a divagar, en silencio mutuo, sobre un largo butaco de nieve que carecía de espaldar. Nos rodeaban montañas altas y bajas, todas vestidas de blanco, dentro de un área gigante como una selva extensa.

Allí arriba, recordé que Engelberg era la estación popular del momento, que después, con la fugacidad de los años, sería la más grande, la más reconocida por su importancia, entre pobladores y turistas. Para el año 2024 había evolucionado tanto que ya albergaba distintos restaurantes, otras pistas de esquí, un puente colgante situado a 3.041 metros sobre el nivel del mar, y una cueva glaciar que jugaba como la gran apuesta del turismo.

Fue Engelberg la estación elegida para instalar el primer teleférico giratorio del mundo. Hoy se trata de una cabina espaciosa, equipada con ventanas de cristal, que permite recrear la vista en el grandioso paisaje alpino. El teleférico también se puede abordar en la estación de Stand. Durante el ascenso, la nieve es el personaje central del plan. Muchos se quedan aquí para esquiar; otros caminan con sus botas de nieve, envueltos en gruesas chaquetas que acompañan con bufandas, guantes y gorros de lana.

Al regresar al casco urbano de la ciudad, nos detuvimos. Tratamos de localizar el monte Titlis desde un andén, pero nos fue imposible visualizarlo para hacer una última postal de ese monte majestuoso. Retornamos por el camino de ida. Un par de chicas jóvenes y ensimismadas, parloteaban en el andén donde arribamos. De tanto escucharlas, caímos en cuenta que las tortolitas, alegres, hablaban en español. Nos acercamos y saludamos, con cierta pena y cortesía, sin embargo, nos miraron como un par de bichos recién salidos de la jaula.

–“Ustedes hablan español”? –dijo una de ellas.

Unos rasgos latinos se distinguían en los cuatro rostros. Tras una inspección de rutina, soltamos la carcajada. Los cabellos negros y lisos, los ojos negros y  la tez mestiza nos pusieron al descubierto; éramos cuatro latinos: dos colombianos, una peruana y una ecuatoria. Estábamos parados en un sector de Zurich. Nos sentíamos más perdidos que las aves migratorias cuando se extravían de su camino. Estas, en cambio, parecían flotar en su linda ciudad.

– “Qué sorpresa encontrarlos en esta parte del mundo” –añadió la peruana.

Les contamos de nuestra experiencia en el monte Titlis que, ellas, por ahora, no habían escalado. Pero se animaron a preguntar si habíamos pagado el bus. Dijimos que el transporte nos había salido gratis.

–¿Gratis? –expresó la ecuatoriana.

– Pues si, no había casetas para pagar, y abordamos el vehículo cuando abrió sus puertas para ingresar.

Sus caras se tornaron, de repente, traslúcidas; parecían pintadas con gruesos brochazos de nieve. ¿Qué sucede? ¡Santísimo Dios! Supimos que los tiquetes se compraban en los atriles de acero que adornaban los paraderos. No tenerlo al momento de que un policía preguntara, equivalía a una multa astronómica.

En Suiza nadie incumplía -tampoco actualmente- una ley.