Por María Angélica Aparicio P.
Ya los griegos le daban su espacio preferencial cuando eran dueños de un imperio fabuloso. La gastronomía entró a sus vidas por sus múltiples investigaciones en medicina. Se extendió por Europa como si una manada de lobos persiguiera a caperucita.
Hoy, el buen comer se volvió un emprendimiento que acapara las miradas y los intereses del mundo. La aprobación de un plato exquisito está en la forma de presentarlo y, por supuesto, en el paladar de los comensales.
Por muchos años, la ciudad de París conquistó el alma de parisinos y turistas en materia de viandas, de platos exóticos, de salsas para acompañar las ensaladas.
En épocas recientes, surgieron comentarios sobre la comida hindú, con sus colores y sabores, sazonada con variedad de condimentos nacionales. Los viajeros que pisaron la India afirmaron que la comida callejera de este país es, sin bronca alguna, “la mejor del mundo”.
Con la culinaria, Argentina comenzó su ruido nacional. Nada parecía mejor que los platos, el sabor y el olor de la cocina argentina, la carne puesta en una barbacoa, el queso derretido en hornos de barro tradicional. Se sumó el vino Malbec, y comenzó a añadirse la elegancia en el servir: vajillas delicadas, servilletas de colores, copas finas, vasos de cristal, cubiertos de mango grueso elaborados en plata.
Cocineros de renombre aparecieron en Argentina para armar su propia historia. Un joven de buena pinta, de bellísimos ojos azules, hijo de un físico profesional, emprendió su vida de cocinero en un barco, que navegaba por el lago Nahuel Huapi, un barco turístico, donde Francis Mallmann entendió que cocinar sería el comienzo de una larga trayectoria entre estufas, hornos, elementos de cocina, tablas de madera, ollas de cobre y afiladora de cuchillos.
Mallmann había nacido en Acassuso, una localidad cercana a Buenos Aires, donde prevalece una vegetación con árboles de gran altura. A sus veinte años, todavía un jovencito, ya conocía el entresijo de los restaurantes, su particular ajetreo, el ruido de las cacerolas y sartenes, el fuego de los fogones, los menús, la orden de pedidos, la bulla de los cocineros. A sus veinte años, escasos, ya manejaba un restaurante.
Engatusado con los panes, los cortes de carne y los cocteles, Francis se fue a París, la ciudad de los múltiples platos y del premio Michelin, a seguir perfeccionando las dos herramientas más vitales: las manos y el conocimiento teórico. Trabajó en varios restaurantes, aportándole un sinfín de saberes nuevos. Cuando se sintió cargado de cierta sabiduría, regresó a su país, a la misma Argentina, para poner en práctica el bagaje gastronómico que había adquirido.
En el famoso barrio Palermo de Buenos Aires, donde se encuentran restaurantes y tiendas de moda, Francis abrió un restaurante sobre la calle Honduras, que no se veía de lejos. Funcionaba sin carteles, sin luces, sin estruendos. Aquí cocinaba relajado, en paz, entretenido consigo mismo, dando clases a los argentinos interesados. Con el tiempo, abrió sus propios restaurantes en la provincia de Mendoza, situada al occidente de Argentina, y en Uruguay.
Sus platos se combinaron con el gusto por la escritura. Francis dedicó horas, en su estudio privado, a este maravilloso arte que le ha permitido escribir varios libros de cocina. En marzo del 2024, publicó su última obra, titulada “Fuego Verde”, un texto que hace fuerza para un comer, en barbacoa, más saludable, más centrado en el uso de verduras, en esa mezcla de hojas verdes con zanahorias, berenjenas y tomates. Su nueva propuesta, en este texto de 300 páginas, es bajar el potencial de grasas y azúcares con el fin de perseguir comidas que ayuden en el tema de salud.
Junto a este hombre bohemio, amante de las técnicas en barbacoa y de la carne asada sobre fuego, creció también un bonaerense que, a los tres años, lució el delantal y el gorro de cocinero para ayudarle a su incansable abuelo, Alberto Lagos. Alberto conducía dos pasiones de gran regocijo: la cocina y la escultura. Su nieto, ese chico observador y paciente vestido con delantal, se llamaba Carlos Alberto Dumas, alias “El Gato Dumas”. A los seis años, Dumas cortó varios hongos para preparar sus primeras sopas y sus primeras salsas.
Carlos Alberto pasó horas enteras en su casa, sentado como una momia en el interior de la cocina, atento a los movimientos de la cocinera –una feliz argentina– que preparaba exquisitos platos para su familia. Muy chiquitín comenzó a embelesarse con la arquitectura y el arte de la culinaria. Una vez graduado del colegio, optó por ser el arquitecto que soñaba, pero entre planos, dibujos, perspectiva lineal y maquetas, la inclinación por la gastronomía lo hizo cambiar de planes. Contó a sus padres que dejaría la universidad para aprender gastronomía.
En Londres se metió de lleno a cocinar. Listo para ofrecer platos innovadores, regresó a su país, –la querida Argentina– donde abrió su primer establecimiento en el barrio Recoleta de Buenos Aires. Su éxito con “La Chimére” comenzó con la delicadeza y la elegancia con que preparaba todo. El público captó, más pronto que tarde, su tremenda habilidad culinaria. Carlos Alberto se lanzó entonces al camino de los restaurantes: “La terraza del Gato Dumas”, “La Termita”, “El Nuevo Gato”. A Colombia trajo su genial escuela ubicada en el occidente de Bogotá, donde se enseña pastelería, panadería y otras especialidades más.
Para Carlos Alberto apareció el proyecto de sacar artículos con sus recetas y recomendaciones. Comenzó a escribir en periódicos y revistas. Esta nueva tarea, verdaderamente, lo llevó a enjaularse, lo hechizó, mientras mantenía flotante el vínculo con la cocina. Las programadoras de televisión lo conquistaron para que desarrollara programas dedicados al buen comer; era un tipo tan ameno en el hablar y entretener, que no se podía desperdiciar un hombre así. En pantalla se volvió uno de los referentes más importantes de la cocina argentina.