Uruguay y Corea del Sur firmaron un 0-0 con apenas vestigios de emoción. En estricto sentido, se trató del clásico partido de fase de grupos que entrega un resultado insípido y se interpreta como una frustración para uno de los implicados.
La Celeste llegó como favorita, pero se encontró con un cerrojo indescifrable. La peor noticia para ellos no es el empate en sí mismo, sino las consecuencias que tendrá: el grupo se pone más cerrado que nunca, a espera de lo que hagan Portugal y Ghana.
Fue valiente Corea del Sur en los primeros minutos. Se preocuparon por demostrar que no serían meros espectadores. Uruguay es, ante todo, un equipo que demanda respeto a sus rivales. Las dos estrellas mundiales en su escudo (ellos dices que son cuatro) pesan y mucho. Los coreanos quisieron hacerse del balón al principio para contradecir los papeles, pero la lógica se impuso en poco tiempo.
Uruguay, dueño de la posesión, se atascó en sus intentos, sin la clarividencia ni la sorpresa que siempre se requieren para hacer daño de verdad. El manojo de individualidades con el que cuentan no bastó para generar peligro abrumador.
Eso sí, no faltaron los avisos de peligro. En el primer tiempo, Federico Valverde mandó un balón venenoso apenas encima del arco de y Diego Godín, como en los viejos tiempos, remató de cabeza y sólo el poste frustró su festejo. El veterano central, ícono del Atlético de Madrid y hoy en Vélez de Argentina, es el ejemplo de la ambivalencia uruguaya: tienen talento joven a raudales, pero les resulta imposible desprenderse de las vacas sagradas.
Suárez, Cáceres y Godín estuvieron en Sudáfrica 2010, hace doce años. Hoy arrancaron como titulares. En el segundo tiempo entró Edinson Cavani, otro estandarte de vigencia eterna. Y mucho no se les puede culpar, porque es Uruguay una selección acostumbrada a los bandazos. Así se explica también por qué les cuesta un mundo llevar la batuta de los partidos cuando son vistos como favoritos y por qué se sienten tan cómodos cuando son barridos con la mirada.
Paulo Bento, portugués que dirige a los surcoreanos, les bloqueó el paso con la efectiva dupla de Jung y Hwang en el mediocampo. Y fue también Hwang quien se perdió un gol cantado, solo frente al arquero Rochet, para enviar el balón encima del arco.
Encontró mayores ventanas el equipo de Diego Alonso con Edinson Cavani en el campo. En lugar de su compinche Suárez, el delantero del Valencia ofreció alternativas para llegar al arco, aunque también se echó de menos su versión más lúcida, esa que ya nunca volverá. Darwin Núñez, llamado a sucederlos a ambos (Suárez y Cavani) fue un vendaval constante: su físico atlético mezclado con una técnica pulcra lo convierten en garbanzo de a libra para el futbol moderno. Sin embargo, al novel atacante le faltó precisión en la última zona. Es cuestión de tiempo. Su presentación mundialista debería entusiasmar, no preocupar.
o mismo aplica para Valverde, que aquí no tiene el soporte emocional y futbolístico que lo arropa en el Real Madrid. Y le da lo mismo: toma el balón y sabe que puede hacer algo diferente con él. Como ese riflazo que estuvo a punto de romper la monotonía del partido y, de nuevo, fue a dar al poste. Quizá Uruguay mereció un poco más, pero no mucho más. La Corea de Son Heung-min, hoy enmascarado y discreto, puso de su parte para sacar el empate. Resultado dulce para ellos, amargo para los sudamericanos.
El grupo queda para cualquiera. Quizá no pueda decirse que es el de la muerte, pero en el papel ya no hay superioridad absoluta de ningún equipo sobre otro. Los charrúas se jugarán todo en su siguiente partido, contra la Portugal de Cristiano Ronaldo. Y los lusos seguro que tendrán ganas de revancha después de la eliminación que sufrieron en Rusia 2018 a manos de Uruguay. Después vendrá Ghana, que tampoco olvida la mano de Suárez en 2010 y los consecuentes penales que les echaron del mundial. Y quizá lo mejor para los bicampeones del mundo sea tener el viento en contra. Ahí son peligrosos, ahí no decepcionan nunca.
Omar Peralta
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