Desaparecidos en Colombia: la amarga búsqueda que destrabó la paz

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Blanca Bustamante, madre de una víctima de desaparición forzada, visita una tumba NN de otra posible víctima de desaparición forzada que ella adoptó, en el Cementerio La Dolorosa en Puerto Berrío, Colombia, el 19 de marzo de 2021 (AFP/JOAQUIN SARMIENTO)

Una flor de plástico sobre el nicho azul; dentro, los restos de un desconocido. Blanca Bustamante y otras mujeres adoptaron a estos “NN” para darle un nombre y un doliente a los desaparecidos de la guerra interna en Colombia.

A diario, estas mujeres oran frente a diferentes bóvedas en el cementerio La Dolorosa del municipio de Puerto Berrío (centro-norte), en el departamento de Antioquia.

Blanca, de 60 años, marcó una de las tumbas con el nombre de su hijo desaparecido, aunque sus restos no estén ahí. Adoptó a un NN para sobrellevar su propia pérdida.

Medio siglo de lucha ha dejado unos 120.000 desaparecidos, casi cuatro veces más que los de todas las dictaduras juntas de Argentina, Brasil y Chile en el siglo XX.

Cientos de muertos y pedazos de cuerpos llegaron arrastrados por el Magdalena desde los años 80 hasta comienzos de los 2000, cuando este río era un vertedero de cadáveres sin nombre ni dolientes. Los pobladores decidieron adoptarlos y rendirles culto.

El acuerdo de paz de 2016, que desarmó a la poderosa guerrilla de las FARC, abrió la posibilidad de que las familias encuentren a sus muertos con la ayuda de sus verdugos.

“Escogido”, dicen las tumbas NN (nomen nescio o ‘desconozco el nombre’) que ya tienen dueño. Unas cuantas exhiben pequeñas lápidas con el mensaje “Gracias NN por el favor recibido” y alguna flor de plástico.

La de Blanca es azul, marcada a mano con el nombre de su hijo ‘Jhon Jairo S.B.’ (Sosa Bustamante), un militar de 20 años que desapareció hace 14 cuando estaba de descanso.

“Yo digo que si nosotros cuidamos a uno alguien nos puede cuidar al de nosotros”, se consuela la mujer de 60 años en diálogo con la AFP.

En 2007 su hija Lizeth de nueve años también desapareció. Salió de la casa y nunca más regresó: “Si ellos están muertos como NN debe haber otras personitas que amen a estos seres y los cuiden. Esa esperanza es la mía”, añora.

A medio camino del río más largo de Colombia (1.540 km) bordea este puerto de 36.800 habitantes, caluroso y cercado durante décadas por un conflicto que enfrentó sin tregua a distintos grupos armados.

– Río abajo –

Con el acuerdo de paz nació la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas (UBPD). Durante 20 años, esta entidad estatal tendrá la misión de ubicar a las víctimas, la mayoría civiles, de la guerra entre paramilitares, guerrillas, narcos y agentes estatales.

En tres años ha identificado y entregado 127 restos, en un arduo proceso de recopilación de información, comparación de muestras de ADN y no exento de obstáculos por la violencia que siguió a la paz.

Solo en Puerto Berrío se han encontrado 116 cadáveres sin nombre, pero podrían ser hasta 700, según una estimación preliminar de la UBPD. En esa y otras poblaciones aledañas se han reportado 2.076 personas desaparecidas.

Nelcy Díaz llegó a este puerto fluvial buscando el cuerpo de su esposo José Jesús Cubillos.

Un grupo de guerrilleros se lo llevó junto a otros cinco campesinos a comienzos de 2002 en un pueblo vecino, cuenta esta profesora de escuela de 57 años.

Nunca volvió a saber de él, pero le dijeron que uno de los rebeldes apareció con seis relojes en un brazo, diciendo que les había “pegado un tiro de gracia”.

A lo mejor su cuerpo fue a dar al Magdalena, confía, y la corriente lo empujó unos 200 kilómetros río abajo. “Puede que esté aquí”, en el cementerio, dice Nelcy.

Para la directora de la Unidad, Luz Marina Monzón, la tradición de “adoptar” las tumbas en Puerto Berrío es “un acto de humanidad” y “de resignificar el horror”.

Nelcy conserva en su teléfono una fotografía de José junto a uno de sus hijos durante la ceremonia de graduación de su colegio. Tenía 42 años cuando lo raptaron. “Llevamos tanto tiempo luchando, como dando golpes de ciegos, es la primera vez que (…) el Estado nos está colocando cuidado”, concede.

– Pescadores de cadáveres –

José Lupo Escobar es un pescador de 69 años con una relación de “amor y odio” con el Magdalena: “Para nosotros es una fuente de vida”, pero hubo una época “muy tenebrosa”.

“Uno encontraba los cadáveres por ahí bajando (…) Muchas veces sacamos una pierna, una mano, a veces una cabeza”, añade y señala los recovecos del río donde los muertos se iban apiñando.

Inmortalizado por el nobel Gabriel García Márquez, el Magdalena atraviesa el centro del país y baña once de los 32 departamentos. Sus aguas corrientosas llevan los restos de la prolongada guerra interna.

Jairo Mira confiesa, arrepentido, haber asesinado y usar el río como “cementerio”. Era un adolescente cuando se sumó a los paramilitares para enfrentar a las guerrillas de izquierda. Pagó 17 años de cárcel por una masacre de 30 personas, admite el hoy marroquinero de 56 años.

“Aquí los muertos diarios eran 15 o 20 (…) Puerto Berrío en ese entonces se volvió zona de guerra y nos tocaba combatirlos en el pueblo y en el monte”, recuerda junto a su puesto de venta de zapatos y cinturones de cuero.

Los cadáveres se fueron acumulando en el cementerio La Dolorosa y con ellos nació “una fe muy propia de la comunidad porteña” por las ánimas, explica Ramón Morales, sepulturero del pueblo en los años 2000. “Llegaba un NN y estaban en la puerta” un puñado de “personas diciendo ‘¡guárdemelo a mí!'”, añade.

Blanca reza a las ánimas con la esperanza de encontrar a sus dos hijos. “Nosotros necesitamos así sea un huesito, un dedito, eso es mucho para nosotros”, suplica.

Yahoo Noticias Por Lina VANEGAS Agencia AFP