Por María Angélica Aparicio P.
Mi vida alocada me hizo pensar en los colores. Acepté que nos rodean, que van de camino a todos lados, que se pegan a nosotros como los dedos en la miel, que viajan en carro, en autobús, en bicicleta. Van en las chaquetas de los niños, en los pantalones, en los vestidos largos. Diferencian los zapatos tenis. Iluminan las uñas femeninas cuando se pintan de rojo escarlata, morado o negro.
Los colores claros e intensos avivan el interior de los hoteles, cubren los estudios, los cuartos de música, los dormitorios, las cocinas modernas. Están en los nuevos edificios, en los rascacielos, en las casas de recreo. Decoran las vitrinas de regalo, las tiendas de ropa, los escaparates de muebles. Se hallan en los hospitales en plan de alegrar la esperanza y combatir la tristeza.
¡Colores! Un conjunto de casas bajas, pegadas unas a otras como si fueran puestas en fila india, se aprecian en la foto que tengo entre las manos. Parece una auténtica postal, pero se captó con ayuda de un celular. Cada casa luce de un color diferente: amarillo, azul, naranja o rosado. Las paredes se ven vivas, alegres, llenas de significado. Es la muestra de cómo Curazao, una isla caribeña en el océano Atlántico, cambia de aspecto con una mano de pinturas.
En algunos municipios como Zapatoca en Santander; Chiquinquirá y Santa Sofía en Boyacá tienen la genial idea de usar colores para revolucionar el aspecto de las casas, de modo que se escogen amarillos, verdes, azules y rojos para elaborar dibujos en las paredes, a ras del suelo, o pintar murales en los postes de la luz. ¡Madre mía! La mezcla de estos colores cambia la clásica fisonomía de las viviendas y el ver de los turistas que empiezan a conocer estos territorios.
En el municipio de Usiacurí –departamento del Atlántico–, la revolución de los colores transforma las emociones: los pobladores pasan de la opacidad al júbilo, cuando deciden dibujar, en los techos de sus casas, las aves que viven y son representativas de este lugar. La gama de colores prevalece como parte de un emprendimiento que propaga futuro, posibilidades, desarrollo de habilidades cognitivas y manuales.
El hombre que veo, en la esquina de una tienda, lleva los cabellos largos, de un blanco exagerado. No tiene ningún pelo gris. Lleva puesto una camisa blanca acompañada de un pantalón de tono claro. La montura de las gafas que porta esta tarde, son rojas, de un rojo ciruela. Sus cabellos y las gafas hacen un contraste bárbaro, inusual, tanto así, que las miradas de la gente parecen moscas que se pegan en un pegote de goma.
El joven que aborda el metro nocturno, en la ciudad de Madrid, en España, arma una escena de colores. Se sube al transporte vistiendo un elegante traje. Desde su cabeza hasta los pies, reina la más absoluta negrura. Son negros la camisa, los zapatos, la chaqueta, el pantalón. Cuando se sienta, quiero reírme a carcajadas de esta locura. Las medias que luce son gruesas, de lana, de un rechinante color amarillo. Es la pinta de colores más desafiante del año.
Un fotógrafo colombiano –Emilio Aparicio– congela instantes de la vida. Toma centenares de fotografías como parte de su oficio profesional. Su portafolio comprende imágenes de Colombia, de islas, de ciudades y pueblos de otros continentes. El éxito de su trabajo radica en el juego de colores que consigue en los rostros, en el cuerpo humano, en la naturaleza, en los fondos culturales. Al ver sus fotos impresas, afluyen la belleza, la ilusión, la contemplación, el realismo. Pone de regreso los colores como un ritual imprescindible.
¡Si, hay fuerza en los colores! Dos jóvenes nativas de la India, abordan un estrecho pasillo pintado de morado. Visten faldas largas de un rimbombante color amarillo. Dos ratones bigotudos, pequeños y horribles, se acercan a los pies de las mujeres, que van descalzas. Emilio inmortaliza la escena a través de su lente, logrando una deliciosa combinación que va del blanco y amarillo hasta el morado y el café.
Un chico de Kenia –país de África oriental– de cabellos chutos, nariz chata, ojos negros, ríe a carcajadas. Emilio, el fotógrafo, le dice que desea retratar. Le explica cómo funciona el asunto, pues el niño de ocho años, no conoce las cámaras de fotografía. El chico se queda de pie, muerto de risa, pegado a la única pared que hay cerca, mientras suena el click de la cámara. Se arma un resultado increíble: la pared de su escuela, pintada de amarillo, hace contraste con la exquisita negrura de su piel.
Hoy los colores son esencia de vida, también de exaltación, de luz, de transformación. Al verlos, se hacen perpetuos en los recuerdos mentales. Quedan congelados en el tiempo por las manos de los fotógrafos, o en los lienzos de los pintores. En los vitrales de las iglesias, los colores irradian una combinación de luces –verdes, amarillas, rojas y azules– que propician fuego, poder, magia. Engendran tanto calor, que el color ya tiene un papel merecido, protagónico, en la historia de las civilizaciones. Y seguirán dinámicos, por siempre, alumbrando escenas y estilos de vida.