Por María Angélica Aparicio P.
Un bonito pueblo del siglo XVI, situado en el occidente de Inglaterra, dio paso al nacimiento de un hombrecito que se mostraba fuerte y dinámico desde su primer día. Robert y su esposa Elizabeth echaban globos por la llegada de este nuevo miembro de la familia. Le llamarían Oliver. El nombre de Oliver Cromwell les indicaba que sería un inglés decidido y con carácter. ¡Aleluya!

En Huntingdon creció Oliver, rodeado de un batallón de hermanas. Pasó buena parte de su vida en este pueblo pequeño de casas inglesas de ladrillo, torres de piedra, jardines, y un río que siempre enfriaba los alrededores. Aquí realizó sus primeros estudios antes de ingresar a la Universidad de Cambridge.



Ya como alumno de este prestigioso centro, Oliver descubrió sus dotes para el liderazgo. Sabía mandar sin hacer que los demás se atrincheraran de miedo. Podía electrizar al público con sus palabras aunadas. Profesores y estudiantes lo escuchaban interesados, con arrebato. También escribía discursos que lo proyectaban a un futuro político. Pero entre ceja y ceja, Oliver tenía un amor escondido por la milicia y un gusto por la cacería de animales, en un país donde cazar, siempre sería un deporte sobresaliente.
Su matrimonio con Elizabeth Bourchier, hija de un granjero como sus padres, dio como resultado siete hijos. Su hijo -Richard Cromwell- sería tan famoso y renombrado como él. Con los años, el inteligente Oliver se dejó crecer los cabellos, sueltos y delgados, hasta los hombros. Mantuvo su bigote bien trazado, que hacía juego con la quijada en punta que lo caracterizaba. Nunca engordó como el poderoso rey Enrique VIII. Mantuvo su porte de hombre pura sangre.
En 1630 aumentó sus ganancias, gracias a una herencia que recibió. Un año después, vendió las propiedades que tenía en su ciudad natal -en Huntingdon- y se dirigió a la ciudad de Cambridge –que conocía al dedillo- para recibir la finca de un tío. De aquí, el destino lo llevó a la política con todas sus encrucijadas.
A Oliver lo eligieron miembro del Parlamento inglés en representación de Cambridge. Ingresó a la Cámara de los Comunes -Cámara Baja- cuya institución deliberaba, con toda su pompa, en el Palacio de Westminster. Tuvo que trasladarse a Londres para ejercer su nuevo cargo.



En aquellos días, gobernaba como Rey Carlos I de Inglaterra, el hijo de Jacobo I de Inglaterra y VI de Escocia. El rey era un muchacho lento, con problemas de tartamudez. Pese a sus dificultades, no era ningún tonto. Encarnaba personalidad y firmeza. Le gustaba guerrear, contrariar y salirse con la suya cuando algo no le satisfacía. Puso a Inglaterra patas arriba en el momento en que no logró casarse con la princesa María Ana de España. Pasada la rabieta por este asunto, le declaró la guerra a España. Así de difícil era este monstruito.
Los miembros del Parlamento inglés comenzaron a elevar su tono contra el Rey Carlos I. A gritos le discutían temas de economía, de religión, sobre la forma adecuada de distribuir el poder político. No querían a un Carlos I voluntarioso y de corte absolutista –como en nuestro gobierno colombiano-. Primero la guerra antes de que el pueblo se viera acorralado por este rey, desfasado y autoritario.
Muchos diputados no aceptaron los puntos de vista del Rey Carlos I. Enfrentados con las palabras y luego con los puños, no se quedaron mirando las paredes del recinto. El Parlamento se dividió en dos bandos: los parlamentarios –también conocidos como cabezas redondas- y los monárquicos. Estos dos grupos encaminados a fortalecer el ambiente político y económico del país, querían la guerra. Armas, soldados y estrategias serían, con o sin razón, los tres ases del momento.
Como diputado del Parlamento, Oliver Cromwell se situó al lado de los parlamentarios y como un ferviente opositor del rígido Carlos I. Por sus dotes de militar, lo nombraron capitán del ejército. Le entregaron una tropa compuesta por hombres dispuestos a la lucha. Él sería su jefe, su líder, la voz de la conciencia y la disciplina, hasta lograr el triunfo. Oliver no se despeñó por ninguna ladera montañosa, ni se cayó a un río pidiendo socorro. Mostró sus relevantes habilidades como soldado. En adelante, sería proclamado un genio militar.
En 1642 comenzaron los enfrentamientos armados a nivel de país. Vencer era el deber número uno de los parlamentarios; las palabras ya sobraban. Nada de bajar la cabeza, aunque se pelearan ciudadanos contra ciudadanos. Eran las horas de la guerra civil en una isla, cuyos pobladores, ya no vivían conformes.
La batalla de Marston Moor, ocurrida en 1644, se registró como la más importante de aquel año sangriento. Fue un comienzo, el primero de todos, para pensar si valía la pena crear un ejército estructurado e integrado con profesionales, con entrenamiento, con jerarquías verticales. La idea cayó sobre la cabeza y los hombros de Oliver Cromwell, quien, dispuesto como nunca, creó el “Nuevo Ejército Modelo”. Este cuerpo, surtido con las ideas estimulantes de Cromwell y el buen equipo militar obtenido, se puso a prueba en 1645.



Volvieron las furiosas batallas esta vez en Lancashire, una zona quebrada y privilegiada por la vegetación, donde los muertos se fueron amontonando. Oliver era comandante de caballería del Nuevo Ejército Modelo. Decidido como un toro a embestir, puso a rodar su idea: dividir la caballería en tres filas, y atacar sin misericordia. Luchó con ingenio y tesón, y sus hombres supieron responderle. Finalmente triunfaron sobre los partidarios del rey.
Carlos I terminó derrotado; sus hombres encogidos como caracoles, asustados como gatos. El rey fue arrestado sin ningún privilegio. Nadie tuvo en cuenta que era el timonel de la isla más poderosa de Europa por derecho y por ley, pues había heredado el trono inglés de su padre -Jacobo I- como ordenaba el protocolo. Pero igual no importó. Terminó ejecutado como un simple ciudadano de Europa sin sus riquezas personales y sin los títulos que le pertenecían como miembro de la realeza.