Por María Angélica Aparicio
Hacía un buen tiempo que no leía ninguna clase de libro. La historia y la literatura se habían quedado en un oscuro rincón de mi vivienda. Los héroes del papel impreso habían perdido para mí, su protagonismo. No importaba si fueran reyes, funcionarios, sacerdotes, militares o simples civiles, a todos les había cortado las cabezas, sus alas, manteniéndolos en el olvido.
En la mesa de caoba que se hallaba en la sala, reposaban dos trabajos, ilustrados con imágenes atrayentes de buen trazo. Los miraba por encima de mis hombros, con indiferencia, sin importarme que estuvieran ahí supuestamente para mí. Recordaba que leer era el arte de encontrarme con los otros; la ciencia de conocer y reconocer los fracasos y los sueños de unos intérpretes ficticios o reales que podían representarnos a nosotros mismos. Reconocía que la tarea del lector era comprender las emociones y los sentimientos de los seres que interactúan entre sí para crear escenas de vida. Pero solo eran recuerdos, no me animaba a coger los libros que estaban en la mesa, adornando mi sala. No me atrevía a pasar las hojas como un pájaro que vuela rápido para ver qué personajes iban apareciendo, con su perfil propio, dentro de escenarios físicos y culturales.
Al final de una tarde, resolví coger el libro de la escritora española Matilde Asensi, que descansaba en la bonita mesa de mi abuela, una de mis privilegiadas herencias de familia. Era una obra de 600 hojas que la autora había titulado como “El regreso del Catón”, una novela entre la realidad y la ficción que daba continuidad a su obra del 2001: “El último Catón”. Al terminar de leer, valoré a la autora. Envidié la capacidad para describir todos los ambientes que plasmó en el texto. Podía absorber los espacios descritos, e imaginar tal como eran sus elementos decorativos; tal como eran las bibliotecas, los muebles, las escaleras que conectaban los pisos, los techos, los corredores, las paredes, las cuevas. El lector no tenía que esforzarse para visualizar el entorno porque la magia de sus palabras lograba meterme directamente en los escenarios que narraba.
En los personajes que inventó, también se reflejó el poder descriptivo de la escritora. En “Ottavia Salina” (figura inventada) combinó la inteligencia con la debilidad, las creencias con la visión, el conocimiento con la verdad. Produjo una mujer de carácter, con fuerza individual, que reinó hasta el final de la novela. Por más desafíos que libró para ubicar nuevas verdades de tipo religioso, se mantuvo en el camino de sus ideas católicas (había sido monja) y en su experiencia como filóloga. No cedió un céntimo frente a las hipótesis de sus compañeros de viaje en torno al judaísmo y al cristianismo.
Con “Farag Boswell”, esposo de “Ottavia”, logró la imagen del egipcio físicamente atractivo que además de talentoso, se presentó como un líder paciente que se comportaba de acuerdo a sus conocimientos y a su instinto natural. “Ottavia y Farag” hicieron el rol de una pareja que día tras día se sumergía en la investigación, la curiosidad y los misterios profundos de la religión. A éstos se unieron otras personas de distintas nacionalidades y credos, que resultaron atadas por el destino, unidas por un difícil interés común: encontrar los osarios de Jesús de Nazaret y su familia, hazaña que nunca se cumplió pero que jalonó el suspenso a lo largo de la obra.
De la mesa de caoba, tomé después la investigación del español Javier Moro, publicada en el año 2021. Esta nueva obra se titulaba “A prueba de fuego”. Era la historia fascinante de una familia de españoles que, en pleno siglo XIX, abandonó Barcelona y se asentó en Estados Unidos para cumplir el sueño de la fama. Sin dinero, pero manteniéndose bajo un delgado hilo de esperanza, Rafael Guastavino (padre) comenzó la lucha por sobrevivir en una ciudad extranjera (Nueva York), entonces una villa atrasada, sucia, con calles olorosas convertidas en ríos de barro, revestida de construcciones muy simples.
En este libro se analizaba la trayectoria laboral de Rafael padre: su trabajo como arquitecto en Barcelona, sus edificios levantados posteriormente en Estados Unidos. Se estudiaba su trayectoria escolar, la vida de sus hijos, las mujeres que encontraría en sus viajes –entre casadas y solteras codiciosas – por el país de los yanquis. El autor meditó sobre los derroches económicos que manejó Rafael con su trabajo de arquitecto desde el día uno en Nueva York hasta su muerte, acaecida a los 65 años. Describió también las derrotas que enfrentó para mantener a flote las finanzas de la compañía que fundó, con su hijo Rafael jr., en suelo americano.
Al final de sus historias, padre e hijo, acaudalados y aplaudidos por arquitectos nativos, por millonarios de la industria, académicos y religiosos, dejarían su huella, su estilo, en la arquitectura del siglo pasado en las ciudades de Boston, Nueva York, Chicago, Pensilvania y Filadelfia. Su legado de edificios emblemáticos: iglesias, cúpulas, viviendas privadas, plazas de mercado, estaciones para el nuevo auge del tren, siguen en pie para orgullo de los visitantes que se atreven a observar qué fue lo que hicieron, en el siglo pasado, dos varones aventureros y atrevidos.
Rafael Guastavino jr, el hijo favorito de Guastavino, permaneció bajo la sombra de su padre hasta su muerte. Se convirtió en un dibujante perfeccionista, en otro genio de la arquitectura. Admirado y respetado por los influyentes de su época, logró mantener la compañía de su padre más de 35 años, y extenderla por el país. Una vez casado, regresó por temporadas a España, su país natal y lugar donde crecieron sus hermanos. Se reunió con su madre y su familia, quienes lo habían abandonado en Nueva York cuando apenas era un niño de ocho años que no había asistido nunca a la escuela. Sin embargo, Rafael jr encontró en su padre al mejor profesor, a un orientador imaginativo, estricto y perseverante.
Volví a ojear los libros para ponerlos, finalmente cerrados, encima de la mesa de caoba. Antes los había dejado acá como dos integrantes más de la pesada decoración que me rodeaba. Ahora los miraba con afecto, con otros ojos, porque en su interior había vibración, notables conmociones. Estos trabajos, de gran peso literario, me habían dado la oportunidad de reflexionar a fondo, de desplazarme a otros continentes, donde actores nuevos, con distintas personalidades, me habían hablado de frente con sus palabras eficaces y directas. En esa mesa de caoba, lustrada con cera, dejé a Matilde Asensi y a Javier Moro. Pronto los pondría en la lista de mis escritores favoritos de este último año. (GRS-Prensa).