Entre piezas y emociones

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Por María Angélica Aparicio P.

Museos de infarto. Museos que promocionan la cultura. Museos que dejan marcas profundas en nuestro caparazón mental. Los hay en ciudades y pueblos como ejes de la historia experiencial y artística de un país.

Mi deleite es recorrer sus salas porque observar la tarea que hicieron otras civilizaciones en su diario quehacer, me resulta fascinante. Es la manera de apreciar lo que nunca vivimos en materia de rituales, fabricación y arte.

Numerosos museos dejan reflexiones agudas; otros deslumbran y encienden los ojos para transformar su ardor; algunos permiten lecturas concretas de culturas precolombinas, antiguas, medievales o modernas. Muchos producen asombro, dicha, un éxtasis indescriptible. Todos en conjunto crean una conexión invaluable con el pasado, y nos impulsan a un futuro con nuevos museos.

Un claro ejemplo de embelesamiento y goce visual es adentrarse en el Museo del Oro, situado en el parque Santander de Bogotá. Son múltiples las piezas de orfebrería -elaboradas en oro- y de alfarería -elaboradas en barro- que nos producen un viaje inesperado a una época feliz.

La colección del museo es una de las más grandes del mundo, atribuida a los hombres y mujeres que vivieron en Colombia antes de la llegada de los europeos. En sus obras está la magia, el saber, la paciencia, la dicha de trabajar; está el cuidadoso proceso de sus collares y pulseras, de sus recipientes y adornos, que muestran el esfuerzo infinito por la perfección.

Nuestros indígenas Quimbaya, Calima, Tairona, Zenú, Muisca y Tumaco trabajaron duro en la creación de piezas de oro, piedra, cerámica, concha y hueso, con el sol cayendo sobre sus nucas o en días opacos con lluvia abundante. Laboraron bajo la paz y la construcción sostenible, ensimismados en su propia pericia técnica e inventiva. Nos legaron narigueras, pectorales, máscaras, orejeras, husos, herramientas, figuras y textiles. Así que mirar estos objetos que ya tienen su reconocida edad, es vibrar; es reconocer el valioso patrimonio que acumularon en una etapa maravillosa de sus vidas.

En los seis pisos que conforman el Museo del Oro, nuestros intereses, inquietudes y asombros ocultos saltan de una vitrina a otra, de una historia a otra. Cuando se llega a objetos invaluables como el poporo, la concha de mar cubierta de oro, o la balsa muisca, el tiempo se detiene para explicarnos que el esfuerzo humano es el único capaz de producir estos resultados.

El poporo se utilizaba para guardar la cal que, en aquellos tiempos, se combinaba con las hojas de coca. Fue descubierta en una cámara funeraria en el departamento de Antioquia. Desenterrada, fue adquirida por el Banco de la República para exhibirla tal como fue hecha, con todo su brillo y potencial artístico. Junto a esta obra se halla la preciosa balsa Muisca, hallada en una cueva del municipio de Pasca cuando nadie imaginaba su existencia. La balsa nos enseña la habilidad manual extraordinaria, que cobijaba –y cobija- a nuestros indígenas colombianos.

Museos nacionales o museos internacionales nos muestran -por igual- la trayectoria que ha forjado el hombre para sobrevivir, progresar y proyectar su talento. Las piezas que se presentan, -entre tapetes, vestidos, esculturas, pinturas, elementos decorativos y figuras- se conservan en edificios de arquitectura ultramoderna, gótica, bizantina, colonial o árabe, que atrapan con sus fachadas externas. Sus puertas y ventanas parecen hablarnos para que ingresemos a los amplios salones iluminados por haces naturales o por bombillos eléctricos.

En 1930 se inauguró un museo transcendental. En la ciudad cultural de Berlín se abrió el museo de Pérgamo. Catalogado entre los diez primeros del mundo, nadie se lo pierde desde entonces. Nativos y turistas actuales deben descubrirlo. Porque examinarlo es encender el contacto con el arte islámico milenario y con la historia de la fascinante ciudad que fue Babilonia.

El Museo de Pérgamo es una enorme construcción que alberga tres museos en uno. Son tres espacios distintos que se disputan el éxito. El primero se relaciona con la puerta de Istar, la diosa sagrada, del amor y de la guerra que adoraban los sumerios y los babilonios de la antigüedad. Por su natural encanto produce estupor y sensaciones diversas. La obra corresponde a una de las ocho puertas por las cuales se ingresaba a la hermosa ciudad de Babilonia.

Nabucodonosor II ordenó construirla cuando era el rey de esta reconocida ciudad artística; los historiadores aseguran que el líder continuaba vivo cuando la puerta se terminó hacia el año 538 A.C. Está levantada en adobe y en cerámica vidriada (barro esmaltado) con una altura de quince metros. Se adornó con dragones, toros, cabras, leones y flores para lograr un atractivo conjunto de dibujos que paralizara nuestras emociones.

El segundo museo hace homenaje a la puerta de Mileto. Una puerta concebida con talento que formaba parte de la muralla que protegía, de sus enemigos, a esta ciudad griega. Mileto llegó a constituirse en un centro próspero, poblado y poderoso con gran capacidad comercial sobre el mar Egeo.

La puerta es un impresionante portón de mármol de diecisiete metros de altura, hecha en el siglo II. Los alemanes descubrieron fragmentos inmortales de la puerta y, fueron ellos, un grupo de arqueólogos, perplejos, quienes la restauraron para recrear su historia.

El tercer museo exhibe un altar con más de dos mil años cumplidos desde que se fabricó manualmente. En la época antigua, el altar estaba situado sobre un podio que tenía la forma de una U. El arquitecto y arqueólogo alemán, Carl Humann, lo descubrió con su equipo de trabajo a finales del siglo XIX, dejando a su gente con la boca abierta y chorreando gotas de sudor. ¡Era un hallazgo sorprendente!

El altar se descubrió en Pérgamo, bonita ciudad de Grecia. Con los años, se transportó a Berlín para estudiarlo, restaurarlo y dar a los alemanes el gusto de posar los ojos sobre esta reliquia que llegó a jugar su rol en el imperio griego. En la Segunda Guerra Mundial, el altar recobró su importancia cuando la Alemania de Hitler decidió protegerla de los impactos de la guerra. Así se salvó de la destrucción absoluta.

El mundo tiene museos que hablan. Tiene museos que denuncian y gritan. Tiene museos de gran esplendor artístico. Aterrizar en ellos es conectarse con el saber de distintas culturas históricas y con las sociedades del futuro, resilientes y emprendedoras. Benditos sean estos centros del conocimiento.