Por María Angélica Aparicio P.
Correspondía a un jardín de 800 hectáreas. ¿Ochocientas? Observar lo que se hizo en el palacio de Versalles para crear vida y trabajo con la naturaleza, me extasiaba. Árboles, arbustos, pinos, surtidores de agua, senderos de arena y estanques con bonitas esculturas, lo decían todo. ¡Se trataba de una grandeza!
Fue el rey Luis XIV quien resolvió ampliar el jardín original de Versalles y convertirlo en el espectacular espacio que, siempre, le ha cortado la respiración al turista. Lo rodeó de un esplendor jamás consciente en la imaginación de otros. Lo hizo construir con su perfección milimétrica, regañando los errores y corrigiéndolos, durante su tiempo de reinado, que superó los setenta años de gobierno.
Los palacios fueron inmensas moles levantadas en treinta, cincuenta, cien años. Bajo un contrato, un equipo de artistas los sometía después a reformas, hasta darle su perfil definitivo. La historia comenzó –en París y Versalles– con algún rey travieso que decidió hacer una residencia sencilla y de bajo costo. Pero su heredero –el primogénito– se pondría en la tarea de ampliar la residencia dejándola a la altura de su confort y de sus gustos.
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Los palacios de Versalles y las Tullerías –localizado este último en París–, pasaron por este proceso de transformación: del paso a paso, de la idea al dibujo; de la supervisión al ajuste; del retoque al toque final. Torres, paredes, techos, aposentos, cocinas, salones, escaleras, depósitos, vivieron una historia hasta ocupar su puesto, uno perpetuo dentro del terreno concedido.
Versalles era un pueblo de escasa población, silencioso, lejano al bullicio permanente de la capital parisina. Luis XIII escogió la zona para levantar una casa pequeña. Nada vistosa, nada opulenta, nada que indicara su riqueza personal. Con la llegada de Luis XIV al trono de Francia, –su hijo mayor– se añadió a la casa todo el antojo que pasó por la mente de este rey de la Ilustración, conocido como el rey sol.
Con los años, se levantó en sus alrededores una aldea pequeña para dar cabida a un grupo de hombres y mujeres, más de cuatrocientas personas, que vivieron aquí, apartados del movimiento incesante de París. La mayoría eran nobles educados, ricos, bien trajeados, que vivían en un paraíso, rodeado de árboles, animales y vegetación.
Las dos mil ventanas del palacio de Versalles fueron testigo de los lámparas, tapices, alfombras, cortinas, espejos, asientos, pinturas y esculturas que llegaron durante días, para ocupar todo el ancho del edificio. Estos elementos, de gran valor artístico, vistieron los rincones, los techos, los pisos y las paredes. Sirvieron para que la nobleza y la corte real, miraban embobados, casi con envidia irresistible, el lujo que rodeaba a sus dueños.
Parada en la entrada de la galería de los Espejos, –de 73 metros de largo– tuve que inhalar el aire repetidas veces. Sentía el gusto, el derroche y la ostentación. Pero también sentía la veneración de alguien, en particular, por los espejos. El palacio llegó a tener más de trescientos cincuenta espejos, puestos todos en este recinto. En esos cristales relucientes se podían contar, minuciosamente, las canas y las arrugas más recónditas.
Muchos espejos terminaron destruidos o robados días antes de que estallara la revolución francesa. Los que estaban ahí, conmigo y luciendo para el público, acompañados de enormes lámparas de cristal que colgaban del techo, deslumbraban. En sus años de apogeo seducían hasta al más humilde visitante del palacio. A nosotros, turistas comunes, nos arrastraba a calcular el costo exorbitante de esta lujosa y enigmática galería cuando corría el siglo XVIII.
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Personajes europeos hicieron parte de la historia de Versalles: el general Napoleón Bonaparte fue uno de los moradores del palacio. Lo usó como una residencia confortable para pasar los veranos. Aunque fueron pocos meses, puso sus pies en los salones y dormitorios de este gigantesco inmueble. Pudo examinar, con ojos directos y actitud de crítica, las caballerizas, el alojamiento de los criados, la capilla real, las sesenta escaleras de diversos estilos, y las trescientas chimeneas que se instalaron, para evitar el frío, en distintos puntos del palacio.
El músico y compositor más destacado de Austria, Wolfgang Amadeus Mozart, aterrizó en Versalles cuando tenía siete años. Llegó con su inocencia, pero con el poder de la música ya sembrada en él. El niño hacía parte de una elegante comida, en palacio, que daba el rey Luis XV. Al finalizar el festejo, Mozart tocó el piano con su talento irrebatible. Lo hizo con tanto dominio y pasión que fue invitado al día siguiente, con un tropel de nobles como espectadores, a ejecutar nuevamente su música instrumental.
Versalles sería el centro de numerosos agasajos en vida del rey Luis XVI –nieto del rey Luis XV– y de su esposa María Antonieta –nacida en Austria–. La construcción atravesaría, también, nuevas ampliaciones, hasta volverse uno de los rincones más apetecidos del mundo. Sin embargo, vino la tormenta. Todo su esplendor interior comenzó a temblar cuando se avecinaron los gritos de la revolución francesa. El pueblo parisino, –hombres y mujeres– armado con toda clase de herramientas, llegó hasta Versalles para exigir que el rey se instalara en París.
La realeza salió rumbo a las Tullerías, el palacio más grande de la capital francesa. Las puertas de Versalles se cerraron de golpe, con fuerza, para Luis, María Antonieta y sus hijos. No regresaron jamás. Muchas pinturas y esculturas de Versalles se llevaron a París. Otra parte del mobiliario: adornos de bronce, muebles, espejos, utensilios de cocina y tapices, hicieron parte de una subasta que se realizó en 1793.
Muertos Luis XVI y María Antonieta, algunos salones del palacio se volvieron tiendas, pequeñas y sucias, perdiéndose con esta gran estrategia, una gran parte de la majestuosidad y de la exquisita decoración que caracterizó al más grandioso de los palacios de Europa.