Por María Angélica Aparicio P.
Era extraño sentarme en una habitación pequeña con escasa luz natural. Olía a limpio y a un misterio profundo. Era un recinto desconocido, amoblado con asientos y una mesa de patas gruesas. Apareció una mujer alta, vestida de color marrón, de cabellos pintados y cadera ancha. Saludó con gracia y con acento latino. Se presentó sin pretensiones, tomando asiento en la cabecera de la mesa.
Leonor era la anfitriona en aquel día de septiembre. También sería mi profesora durante varios meses. De ahí que hubiera ocupado el asiento importante de la mesa y, que hubiera lanzado, a bocajarro, su biografía. Parecía feliz, expectante y muy observadora. Posó su mirada sobre todas, individualizándola después.
El curso de literatura comenzó con seis personas amantes de la escritura y aficionadas a leer todo género de libros. La cuestión central consistía en escribir y recibir críticas a ese texto; en leer documentos cortos, de autores diversos, para cuestionarlos. Habría ejercicios para resolver en casa y traerlos, sin falta, a clase. Mis trabajos serían analizados por las demás chicas que me acompañaban, para hacerlos polvo, harina y mantequilla. O simplemente, una bebida caliente.

Una mañana llegó al salón una chica de tez pálida y cabellos negros encrespados; los lucía cortos. Tenía unos ojos negros, enormes, que hacían juego con el color de su pelo negro retinto. Venía con un vestido rojo pegado al cuerpo; un vestido de seda demasiado elegante para el ajetreo que nos ocupaba. Pero, en fin, se sumó al grupo con una cortesía halagadora.
Saludó con una sonrisa bestial. Se sentó a mi lado sin titubeos, lanzándome una pícara mirada. La destacaban sus piernas largas y delgadas, escondidas bajo unas medias de naylon color marrón claro. Se mostraba extrovertida, amable e inteligente. Y graciosa. Adoraba escribir y leer como el resto de la gente nueva y distinta que, en ese centro de enseñanza, me rodeaba dos veces por semana. Simpatizamos como dos imanes.
Cerca al edificio donde tomaba las clases, me entretuve un día en una tienda de ropa. Dos mujeres decoraban la vitrina, indecisas. Las notaba desesperadas, echando fuego, sin encontrar la salida a la encrucijada que tenían entre manos. Trajeron un maniquí y lo pusieron a la derecha, preciso donde yo estaba del otro lado del cristal. Le colocaron una peluca, un vestido, unos zapatos de charol. Le añadieron anillos y un collar. Faltaban los zapatos de hebilla igual a los que usaban los virreyes españoles.
Miré la cara del maniquí. Estaba preciosa con sus párpados pintados de tonos oscuros. Preciosa. Dotada de altura y talle. Al prender la luz de la vitrina, el foco cayó encima del rostro inerte. Una corazonada se me vino encima, una especie de timbre que me invitaba a mirar esa cara con mayor detenimiento. No saqué ni rápidas ni lentas conclusiones. Tal vez me faltaba la lupa de Sherlock Holmes y las orientaciones de Robín, el amigo de Batman, para no atragantarme con la idea que me rondaba.

Ese día me encontré con Stella -la chica del vestido rojo- en la clase de literatura. Se distinguía por su sonrisa de chispa y ese toque chic que cargaba encima; por sus ojos bien abiertos, penetrantes, como policía persiguiendo a una ingrata. Comentamos trivialidades, asuntos vagos, como dos niñas chiquitas, riéndonos de los apuntes que ambas disparábamos como el cañón de un fusil. Encajábamos como un asa a un pocillo de té.
Ese día le tocaba a Stella leer su trabajo, así que entregó fotocopias para cada una. Pensé en esta idea atrevida, pues todas la desplumaríamos tan rápido como el correr de un avestruz; más rápido que escuchando en voz alta la lectura de sus párrafos. ¡Dios! La haríamos trizas. Pero se manifestaba como una escritora con tesón. Clara y abierta. Descriptiva y amena. De admirar. No estaba en el curso por asumir un tiempo.
Mientras Stella levantaba la voz para seguir leyendo su texto original, yo, con vergüenza mía, dejaba de escucharla. Tenía mi estúpida curiosidad puesta en ella; en sus ojos como girasoles oscuros, en su frente sin arrugas, en las largas pestañas que adornaban sus párpados, en aquellos labios pintarrajeados de rojo. Ese día notaba algo que ya había visto y que no captaba reconocerlo del todo.
Clavé los ojos en la fotocopia cuando se apagó la voz de Stella. Había terminado de leer su historia, escrita en su minúsculo apartamento alquilado en una calle antigua de Madrid, donde el costo de vida era sostenible y la tranquilidad enorme. Aplaudí a destiempo, ganándome un ligero pellizco de su parte mientras acercaba sus ojos a mi rostro en son de gratitud. Y entonces lo vi tan claro como el agua que corre pura y fría, montaña abajo.
Al día siguiente regresé al almacén de ropa. Esta vez entré, haciéndome pasar por una millonaria extranjera que, por supuesto, no era. Cerré hasta el cuello del abrigo beige que llevaba puesto y que cubría mi asoleada ropa. Ingresé pisando fuerte. Una colección de maniquíes flexibles distribuidos con ojo dentro del interior, lo adornaba. Varias cajas estaban desparramadas por el suelo. Dos vendedoras atareadas, levantaron su rostro en mi dirección.
Aquel grupo de maniquíes lograba darle vida, color, movimiento, a un local sin gracia. ¡Hacían del sitio algo fantástico! Recordé que el invento del maniquí tenía sus antecedentes en Egipto. Un hombre común –asalariado o no en el Egipto antiguo- posaba durante horas, quieto como las momias, para servir de maniquí a la prenda de vestir que un sastre confecciona a la medida. Una vez terminada la pieza, pasaba a manos de la realeza faraónica.
De instrumento de trabajo para la costura, del maniquí pasó a convertirse en una figura -masculina o femenina- propia de los escaparates. Podían hacerse de cuerpo entero, con materiales disímiles como plástico, madera, cera o mimbre; con ojos de cristal, con pelucas de cabellos reales, con dentadura postiza, con cabeza o sin cabeza, en fin. Fabricarlos se volvió una industria, gracias a la revolución industrial, al diseño y a la creatividad.
Al salir del establecimiento, una inquietud me carcomía el cerebro: se trataba de Stella, la chica con gracia que solía mirarme, directa y fijamente, con sus ojos negros. Pensaba en la delgadez de sus brazos, sus piernas de reina, los vestidos apretados que lucía siempre, el look de sus cabellos crespos pero domados. Todo apuntaba a un sí. A un sí largo como la estela de un avión en las alturas. Stella era, se parecía, representaba, sin duda, al maniquí de la tienda de ropa puesto en la vitrina.
Al regresar a clase, tres días después, envalentoné mi atrevimiento. Le hice preguntas. Stella se rio. Se rió alegre y fanfarrona con locura contagiosa. Me explicó un montón de cosas antes de llegar al meollo del asunto. Por fin terminó contándome que trabajaba de maniquí en una tienda de alta costura. Aplaudí. Era una joven latina y mexicana, una chica a la que deseaba todo el éxito del mundo. Espontánea y frágil como era, seguro triunfaría.
*Este texto es una historia real.