Por Eduardo Frontado Sánchez

A lo largo de la vida, cada ser humano transita por procesos de transformación que lo empujan, con o sin su consentimiento, hacia nuevas versiones de sí mismo. Algunas de estas transiciones son dolorosas, oscuras o cargadas de incertidumbre, pero también pueden ser profundamente reveladoras si logramos mirarlas desde el ángulo adecuado.
Uno de los estados más difíciles de reconocer es la resignación. No esa aceptación sabia y serena de lo que no se puede cambiar, sino esa que nos empuja a renunciar a nuestros sueños, a silenciar nuestros talentos, a apagar nuestras ganas. Vivir en ese estado, como yo lo viví, es como caminar con los ojos vendados dentro de uno mismo: todo está allí, pero nada se ve con claridad.
Durante mucho tiempo, pensé que reinventarme significaba traicionarme. Consideré dejar de lado mis pasiones, mis luchas, mis objetivos. Me sentía agotado y desconectado. Pero fue en medio de esa oscuridad, en el silencio de la quietud, donde comenzó una transformación más auténtica. Porque, lo entendí después, el problema no es detenerse; el verdadero reto es cuánto tiempo permanecemos detenidos sin darnos la oportunidad de volver a avanzar.
En ese camino, descubrí que no se trata de negar nuestros momentos de flaqueza, sino de enfrentarlos con honestidad. A veces, esos mismos momentos pueden ser el combustible necesario para levantarnos con más fuerza. También entendí la importancia de tener cerca personas que nos impulsen sin juzgarnos, que nos hablen con firmeza y amor, capaces de ver en nosotros lo que a veces olvidamos.
Recientemente, una circunstancia inesperada me obligó a retomar algo que había dejado pendiente. Ese simple hecho actuó como catalizador. Me sacudió, me confrontó y, poco a poco, me devolvió las ganas. Hoy puedo decir que salí de ese lugar oscuro gracias al reencuentro conmigo mismo y a la gratitud hacia quienes me acompañaron en silencio o con palabras sabias.
La vida es breve, pero también es maravillosa si aprendemos a verla con nuevos ojos. Por eso, creo firmemente que todo ser humano necesita tiempo y espacio para reencontrarse. No es un lujo, es una necesidad urgente en un mundo que nos exige estar en constante movimiento. Solo desde esa pausa consciente podemos volver a actuar, pero esta vez desde la autenticidad, no desde la inercia.
Ayudar a otros no debería ser una carga, sino una fuente de energía renovada. Cuando nos conectamos con los demás desde nuestra humanidad, también nos transformamos. Y es en esa interacción donde lo común se vuelve valioso y lo distinto se vuelve vínculo.
Aceptar nuestros procesos internos, incluso los más duros, nos permite avanzar hacia una versión más sabia y honesta de quienes somos. Nadie tiene la verdad absoluta, y no es necesario juzgar a quienes nos han herido para seguir adelante. Lo esencial es reconocernos valiosos, soltar la culpa y permitirnos sanar.
Sanar, en definitiva, es reencontrarse con lo humano que nos habita. Y recordar siempre que lo humano nos identifica… y lo distinto, nos une.