Los canastos: grandes protagonistas

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Por María Angélica Aparicio P.

¡Aleluya! Los canastos no han desaparecido de la historia. Hace mucho tiempo, cuando los indígenas salían de cacería, llevaban una bolsa estrecha de colores opacos. La bolsa se conocía como aljaba y en su interior cabían flechas, dardos o jabalinas. Era útil y muy resistente.

Se podría elaborar de distintos materiales como piel, madera o hilo. Nunca se olvidaba en casa porque en la aljaba se guardaban las armas de defensa que solían usarse contra los animales salvajes, de aquella época prehistórica.

La aljaba podía fabricarse en varios tamaños y modelos. Se llevaba larga pero también corta. Algunos cazadores se la ponían en la cintura; otros, la lucían en la espalda sujeta con cuerdas de cuero, como un tipo de morral moderno. La parte superior iba destapada para facilitar la rápida cogida de la flecha y su disparo.

Los griegos usaron distintos tipos de carcaj -su otro nombre-. La griega Artemisa, diosa de la caza, fue representada en dibujos y esculturas con un carcaj sujeto a la espalda. Además de ser hermosa y elegante como diosa, daba la sensación de poderío por la calidad del carcaj que la acompañaba al compás de las horas, como un amuleto de buena suerte.

Al transformarse el diseño de la aljaba, aparecieron los canastos. Entraron a ser parte de las tribus de Asia y África. Los grupos sedentarios y recolectores, los emplearon para traer los granos hasta el sitio de almacenamiento. En otros canastos se llevaron ofrendas a un jefe distinguido o a una familia señorial. India, China, Birmania, Tailandia -entre otros- echaron mano del bambú, mimbre, latón y ratán para fabricarlos.

Considerados como recipientes, se pusieron de moda en el medioevo. Entonces se hacían de mimbre y eran verdaderos artículos de lujo. No todo el mundo podía comprarlos y alegrarse con su servicio. Se aprovecharon para transportar objetos muy delicados que, por supuesto, eran costosos.

Con el tiempo y finalizando el siglo XVIII, Inglaterra se convirtió en el epicentro de la Revolución Industrial. ¿Qué trajo de bueno? Las máquinas novedosas que enloquecieron al público. También acarrearon, como éxito jalonado, la producción de canastos fabricados en metal, que podían utilizarse para transportar herramientas con cierto peso: tijeras para podar el césped, martillos, alicates, puntillas, varillas metálicas.

Por más novedad que hizo la revolución, la manufactura de canastos siguió su rumbo para conquistar fanáticos. Se hicieron con asa y sin asa; de tamaño grande, mediano o pequeño. Las mujeres romanas los compraron para guardar elementos relacionados con el tejido: la lana de ovejas, las agujas y las pinzas de metal. De pasada vendieron esta idea, su idea, a las mujeres del mundo americano.

La cestería se volvió entonces un arte. Las indígenas de nuestras tierras -entre ellas las colombianas- invirtieron tiempo e ingenio en el proceso. Hoy llevan la batuta en este campo, mientras los hombres ayudan para no perder su relevancia en este sagrado arte. Los niños indígenas -de ambos géneros- se relacionan desde jóvenes con la búsqueda de las plantas que mejor favorecen la manufactura y la vida de un canasto. Así conservan una tradición milenaria.

Para las canasteras colombianas, salir a la campiña en compañía de sus hijos pequeños, es el comienzo de la historia del canasto. Caminar, subir montaña arriba, observar, buscar, encontrar la fibra, cortar la planta justa y aplicar la técnica, es el camino indicado. Cuando se hace en medio del silencio y del respeto por la naturaleza sostenible, la tarea se hace más placentera.

Al comenzar la fabricación de la cesta, el tiempo -para el indígena- se convierte es una maravillosa forma de vida, de motivar al silencio, de hacer contacto con su territorio ancestral, de sentirse en soledad, o en la gustosa compañía de las personas de su clan. Las tardes, más que las mañanas, son ideales -según ellos- para sacar adelante este dulce trabajo.

Los canastos pueden pintarse de colores, o contener figuras hechas con tinturas; o pueden quedar al natural con el propósito de que el cliente sienta, palpe y huela las fibras. Oler su esencia es transportarse a la planta que lo produjo gracias a la fuerza del sol y a la lluvia. Entre los orificios de ventilación que se aprecian como una singularidad de estos, se pueden añadir motivos, hechos en lana, que refuerzan su estética.

Cualquier canasto se hace de abajo hacia arriba, tal como se construyen los edificios de una ciudad. Solo la destreza manual, generalmente en poder de las mujeres, muestra la rapidez que se tiene para elaborarlos en tiempo récord. Luego, se acaricia la textura en una especie de masaje introspectivo que permite saber, con certeza, si la pieza ha quedado en condiciones de venta.

En la época moderna, los canastos son una pieza fundamental para transportar verduras, frutas, papa y yuca; hasta la carne y el pescado fresco del día. A punto de rebosar, se acomodan en la parrilla de las bicicletas o en el baúl del carro. Y viajan como reyes. Llegan a la cocina y se desocupan pronto. Se limpian con un trapo húmedo para evitar el polvo y las telarañas. Y vuelven a un rincón de la alacena donde permanecen resguardados, como las porcelanas más finas.

Algún artista tuvo la idea de poner un racimo de canastos, como adorno, en el interior de su casa de campo. La ola de curiosos que generó, no se detuvo. Hoy los canastos se han ganado un puesto privilegiado en las mesas de madera, debajo de las consolas, en las esquinas de las ventanas, en los baños. Su utilidad como elemento decorativo se ha extendido como pólvora de cañón. Mantienen su espacio y su utilidad sean de palma de iraca, de palma de werergue, de esparto, de juncos, mimbre o de ratán.

Grito un aleluya porque los canastos siguen su evolución.