Los jardines de Las Tullerías

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Por María Angélica Aparicio P.

Por una buena dosis de rabia mal dirigida, por desesperación, o por celos -que originan pleitos y rompen los amores y la armonía de la gente- se destruyeron patrimonios significativos en Europa. Furiosos o apasionados, pero siempre vengadores, no pusieron la razón antes que la acción. Dejaron que el dolor, desbordado, hiciera torpezas.

Muchos ciudadanos destruyeron lo que era privado y ajeno. Tras las primeras chispas, provocaron incendios descomunales. Otros creyeron que, armados con picos, palas, piedras, lanzas y pistolas de fuego, podían echar abajo cárceles enormes o fortalezas amuralladas. Y se lanzaron de frente para derribar algunos patrimonios significativos.

La toma violenta por parte de los franceses tumbó el palacio imperial más simbólico de la capital francesa: El Palacio de Las Tullerías, un capricho construido para la italiana Catalina de Médicis, cuando su esposo, Enrique II, reinaba en Francia en el siglo XVI.

A Catalina, reina consorte y nacida en la bella Florencia, se le antojó adquirir un terreno que, al descubrirlo por primera vez, sostenía una sencilla casa de retiro. Paredes, techos y columnas de la casa cayeron al piso. Sobre sus cimientos se levantó una gran residencia, elegante, de estilo renacentista, que el público llamaría: “El Palacio de Las Tejerías”.

El rey Luis XIV, amante de la arquitectura y de la expansión del arte francés, optó por reformarla. Quería un palacete, algo monumental, donde cupieran cientos de ciudadanos franceses. Tuvo la idea, además, de hacerlo el emblema más importante de París. Y como tal lo imaginó, dio orden de ampliarla bajo el estudio de un equipo de arquitectos e ingenieros.

Estando en Versalles -población que habitaba- el rey Luis XIV tomó la decisión, más tarde, de utilizar el palacio como un centro de difusión cultural. Se le ocurrió que no sería, por ahora, una construcción más, para habitarla como un refugio. En esta ocasión la música, el teatro y la ópera ocuparían los salones reformados para deleitar al público francés. Y lo hizo. Muchos nobles tuvieron ocasión de ver, aquí mismo, la obra teatral: “El Barbero de Sevilla”.

Después, Luis XIV permitió que numerosos artistas vivieran y pusieran sus talleres en este colosal palacio. A Marie Louise Geneviéve de Rohan, conocida en Francia como la condesa de Marsan, le permitió instalarse en la zona norte del palacio como si fuera la dueña engalanada de esta fortaleza parisina. Marie Louise vivió aquí, rodeada de hombres talentosos que hacían del arte francés, el festín más fascinante del siglo XVIII.

Con el estallido de la revolución francesa, Luis XVI y María Antonieta fueron arrinconados en su palacio de Versalles y arrastrados a París. Llegaron en coche al mismísimo Palacio de Las Tejerías -después llamado de Las Tullerías-. El rey y su esposa se encontraron con que artistas y cortesanos seguían habitando las dependencias del palacio como si fuera un vulgar inquilinato.

La cólera del rey no se hizo esperar. En minutos, ordenó sacarlos con sus vestidos, valijas y sus viejos trastos. El rey aclaró que el palacio sería suyo, de su amada María Antonieta –apodada la Austriaca- y de sus hijos. No quería a nadie ajeno a su familia en aquellos pasillos y estancias que, otrora, constituyeron un lujo.

Los primeros líos del año 1789 -comienzos de la revolución francesa- vinieron a desarrollarse en los espléndidos jardines de Las Tullerías, que se encontraban frente al palacio. Ocupaban varias hectáreas con los árboles plantados, las fuentes de agua, el césped finamente cortado, las flores abiertas. Era la primera zona verde que existía en la radiante París.

A pesar de constituirse en la maravilla de aquel momento, los parisinos, enfurecidos, atropellaron estos jardines cuya creación se atribuía a Catalina de Médicis. Una turba brava entró al palacio agrediendo los jardines. Venían en pos del rey Luis XVI y su esposa María Antonieta, que llevaban días habitando en Las Tullerías tras su salida del espectacular Palacio de Versalles.

Ningún parisino quiso controlarse, detener su rabieta y pensar antes de volver añicos un espacio con vida vegetal. La venganza primó sobre lo físico. Los destrozos fueron múltiples, dolorosos, pues se acabó con una historia de dedicación, paciencia y arte de difícil recuperación.

Algunos años después, el turno de ocupar el palacio de Las Tullerías le correspondió a Napoleón Bonaparte, quien se instaló con su adorada Josefina y los hijos de la emperatriz: Hortensia y Eugenio. Como cosa de los dioses, se salvaron los jardines. En vez de menospreciarlos, Napoleón le sumó nuevos cambios a este gran espacio de verdor natural.

En 1871 los ciudadanos franceses atacaron, a conciencia, el Palacio de Las Tullerías. Maltrataron los jardines, que habían sobrevivido a varias reformas. Luego se fueron contra la apetitosa construcción imperial. El edificio fue saqueado, destruido e incendiado, sin ninguna misericordia. El desenfreno hizo que el pueblo respondiera con locura ante una construcción que hacía florecer el desarrollo de París.

Los daños fueron irreparables. La alternativa a tomarse fue tumbarlo de raíz, hacerlo trizas, desaparecerlo. Jamás se levantaría otro palacio igual. Pero los jardines sobrevivieron. Manos expertas intervinieron las flores, el césped, las esculturas. Trescientos años después, los jardines de Las Tullerías hicieron frontera con el famoso Museo del Louvre. Hoy se han constituido en una zona de apreciable belleza que rejuvenece el entorno de París.