Por Iván Darío Hernández Umaña*

Hacia una contribución latinoamericana al neoschumpeterianismo
El Nobel de Economía 2025, otorgado a Philippe Aghion, Peter Howitt y Joel Mokyr, reconoció dos dimensiones históricamente separadas de la innovación: su formalización teórica como motor del crecimiento (Aghion & Howitt) y su raíz cultural e histórica (Mokyr).
Pero el galardón también dejó al descubierto una tensión profunda. El neoschumpeterianismo actual oscila entre la elegancia matemática de los modelos y la realidad institucional, incierta y desigual, de los procesos de innovación.
Los modelos de crecimiento endógeno muestran cómo la innovación destruye rentas pasadas y renueva el sistema, pero tienden a omitir el papel de la confianza, la cultura y la cooperación. En los países del Sur Global —donde las estructuras de poder, las burocracias y la desigualdad condicionan la creatividad— esa omisión resulta decisiva.
Desde América Latina, la pregunta ya no es cómo acelerar la destrucción creativa, sino cómo evitar que se convierta en una destrucción sin creación compartida.
Claves de una lectura latinoamericana: síntesis del ciclo neoschumpeteriano de la ACCE
Durante 2025, la Academia Colombiana de Ciencias Económicas ha organizado un ciclo de conferencias sobre neoschumpeterianismo que ha ofrecido una lectura integral de la innovación, desde sus raíces teóricas hasta sus implicaciones contemporáneas para el desarrollo y las políticas públicas.
El punto de partida fue la figura del empresario innovador como fuerza motriz del cambio económico: la innovación impulsa el cambio tecnológico, genera destrucción creadora y transforma las estructuras productivas al pasar de un capitalismo competitivo a uno fiduciario, dominado por grandes corporaciones.
Las ondas largas de Kondratiev y los paradigmas tecnoeconómicos de Carlota Pérez ayudaron a comprender que cada revolución tecnológica —de la máquina de vapor al microprocesador— inaugura un nuevo ciclo con impactos desiguales sobre sectores, empleos y territorios. La historia, advirtió, no puede reemplazarse por modas de política.
En el terreno de las políticas públicas, la destrucción creativa fue reinterpretada como una herramienta analítica para países de ingreso medio. Allí, los procesos de absorción tecnológica y las innovaciones locales son claves para construir capacidades propias. Pero también se destacó el riesgo de la desindustrialización prematura, y la necesidad de equilibrar las tensiones entre crear, preservar y destruir.
El enfoque evolucionista, inspirado en Nelson y Winter, rechazó la idea del equilibrio como centro. La economía se entiende como un sistema en desequilibrio permanente, habitado por agentes heterogéneos que aprenden y se adaptan con racionalidades limitadas. Desde esta visión, innovar es un proceso de aprendizaje colectivo bajo incertidumbre, más que el resultado de un plan de laboratorio.
En el ámbito educativo y cultural, se subrayó la importancia de una pedagogía de la innovación basada en la resolución de problemas reales, el diseño de prototipos y la adopción de soluciones sostenibles. La innovación frugal y apreciativa, más que nacer de la escasez, surge de reconocer abundancias desaprovechadas: talentos, saberes, vínculos y recursos latentes que pueden articularse de nuevas formas. El aula se convierte, así, en un ecosistema de aprendizaje que conecta universidad, empresa, territorio y comunidad.
También se reconoció que el cambio tecnológico tiene un costo: no toda innovación genera bienestar. Para que la disrupción sea socialmente sostenible, requiere instituciones, valores cooperativos y culturas capaces de absorber el cambio. La coevolución entre lo tecnológico y lo institucional es, por tanto, la condición de un desarrollo equilibrado.
En conjunto, el ciclo dejó tres aprendizajes esenciales:
- La innovación es aprendizaje colectivo bajo incertidumbre.
- La historia y las instituciones son condiciones de posibilidad del cambio técnico.
- En América Latina, la cooperación y la confianza son tan productivas como el capital físico: sin ellas, la destrucción rara vez es verdaderamente creadora.
Del espejismo de los insumos al reto de la confianza
Durante años, en Colombia se creyó que sembrar innovación era como sembrar café: bastaba con paciencia. Se suponía que con capital humano, infraestructura e instituciones, los frutos llegarían. Sin embargo, los indicadores del Global Innovation Index muestran lo contrario: el país cayó tanto en insumos como en resultados.
El problema no es el tiempo ni el presupuesto, sino la fragmentación institucional y la falta de confianza.
Las universidades investigan sin conexión con las empresas; las empresas exigen resultados inmediatos sin visión de largo plazo; y el Estado dispersa esfuerzos en ventanillas que no dialogan entre sí.
La innovación implica riesgo, y el riesgo solo se asume colectivamente cuando existe credibilidad en las reglas del juego. Sin continuidad institucional ni cooperación estable, los proyectos se diluyen. La innovación termina convertida en un ritual presupuestal, no en una estrategia de transformación.
El cambio necesario pasa de contabilizar insumos a cultivar confianza, entendida como la capacidad de cooperar en masa y sostener políticas de largo plazo más allá de los gobiernos de turno.
Porque —como bien resume la experiencia— la innovación en Colombia no despegará desde un ministerio en Bogotá, sino como una red de pequeños motores que, al encenderse juntos, generan tracción.
Del espejismo de la expansión a la creación transformadora
Colombia ha apostado, casi exclusivamente, a las innovaciones por expansión: mejoras incrementales, predecibles y de bajo riesgo. Se ha ignorado, en cambio, la ciencia básica, la innovación disruptiva y el descubrimiento.
El resultado ha sido una política de ciencia, tecnología e innovación sin marco conceptual sólido, dominada por la retórica de la competitividad y la falsa promesa de que los tratados de libre comercio o las cadenas globales de valor traerían innovación por inercia.
Como lo advirtió el Colegio Máximo de Academias, esa visión reduccionista desconoce la ciencia como eje central del desarrollo de procesos de alto valor agregado.
El desafío no es técnico, sino cultural y político: apostar al riesgo creativo.
Y para ello se requiere un Estado emprendedor, capaz de asumir la incertidumbre —como ha planteado Mariana Mazzucato— en lugar de transferirla al sector privado.
Una iniciativa académica latinoamericana
En América Latina se consolida una mirada que enlaza tres dimensiones fundamentales:
- La innovación endógena, entendida como transformación interna y no simple inversión en I+D.
- El aprendizaje evolutivo e institucional, que reconoce la importancia de la historia y las rutinas.
- Y una cultura de confianza y cooperación creativa como base de la sostenibilidad.
Desde esta perspectiva, la región no solo puede adaptarse al paradigma neoschumpeteriano, sino reformularlo desde su experiencia histórica:
donde la innovación emerge no de la escasez, sino de la abundancia latente;
donde las redes informales actúan como sistemas de aprendizaje colectivo;
y donde el desarrollo requiere tanto invención técnica como regeneración institucional.
Reflexiones finales
Si Europa modeló la destrucción creativa, América Latina puede enseñar la cooperación creativa.
Ese es el horizonte de una economía verdaderamente humana:
una que no mida la innovación por el número de patentes o startups,
sino por su capacidad de reconstruir confianza, ampliar derechos y fortalecer vínculos sociales.
La verdadera innovación no ocurre en laboratorios aislados, sino en la decisión de una sociedad de creer en su propio potencial colectivo.
Porque, al final, innovar es cultivar abundancias compartidas: reconocer que en lo que ya tenemos —nuestro talento, nuestras redes, nuestra historia— habita la materia prima del futuro.
Académico de Número de la Academia Colombiana de Ciencias Económicas