Por María Angélica Aparicio P.
Me encontraba parada en el magnífico puente Sant’Angelo de la ciudad de Roma.
Recordaba al emperador Adriano, quien hizo construir esta obra para cruzar el río Tíber.
El guía francés del tour nos había dejado en un extremo del puente, explicándonos que después de cruzarlo, ojalá a paso lento, sin prisas, comenzaba otro país, uno en miniatura: el Estado Ciudad del Vaticano. Aquello significaba que unos cuarenta pasos adelante, estaríamos fuera de Italia, un país de grandes símbolos históricos, para entrar en un territorio cargado de espiritualidad y de arte.
Desde mi juventud, me moría por conocer la Ciudad del Vaticano. Me desvivía por descubrir las delicias artísticas de la Basílica de San Pedro, sus jardines, los museos, los palacios vaticanos, la capilla Sixtina, todo ese complejo religioso que podía verse en fotografías.
Ahora estaba a pocos metros de volcar esa caja visual que cargaba conmigo desde años, y lanzarla sobre lo que era tangible, real, lo que veía como verdadero, producto de la mente y la manufactura del hombre.
Tras pasar el puente, caminé despacio, con los ojos clavados en los edificios, por la vía Porta Angelica, una calle del siglo XVI construida para el Papa Giovanni Angelo Medici.
Pronto me encontré en la gigantesca plaza del Vaticano, una obra de estilo barroco italiano, presentada al público a finales del siglo XVII. Se había construido sobre un amplio valle. En tiempos del imperio Romano, se localizaba aquí el circo que el emperador Nerón Claudio, el último gobernante de la dinastía Julio-Flavia, había ordenado levantar para el disfrute de los romanos.
Mi tremenda curiosidad me llevó al óvalo, la curva que caracteriza la forma de la plaza de San Pedro, concebida por el gran arquitecto napolitano, Gian Lorenzo Bernini, una idea fantástica. Este óvalo representa los dos brazos con que la Iglesia, a diario, recibe a los católicos del mundo. Es el sitio donde se congregan los italianos y peregrinos para escuchar las homilías del Papa Francisco, también es el sitio donde se mantienen en pie 284 columnas de estilo corintio y ciento cuarenta estatuas de mármol.
Pasmada con el grosor de las columnas corintias, resolví tocar algunas, abrazar a otras, mirar con desafío a unas cuentas. Me sentía como una pulga en medio de un grupo de jirafas, pues cada columna medía 16 metros de altura. Por supuesto, yo era la pulga, metida entre colosales estructuras hechas por las manos de hombres meticulosos, pacientes, entusiastas del arte.
Tras dejar aquellas columnas que nos inmuta, giré sobre mí misma para ver mejor, de forma despejada y sin trabas, la plaza de San Pedro. Me rodeaban doscientos cuarenta metros de ancho. Aquello era físicamente inmenso. Estaba segura que la plaza de Bolívar, en Bogotá, cabía aquí unas veinte veces, cálculo incierto, por supuesto difícil de masticar, si resultaba real, para una mente inexperta como la mía.
Extendí los brazos, moviéndome en círculo, con la lentitud propia de las tortugas gigantes que viven en Galápagos. Luego avancé hacia las escalinatas de la Basílica hasta las puertas de ingreso, que aquél día de suerte, tres permanecían abiertas al público. ¡Vaya milagro este! Una puerta cerrada nos hería de frente, nos daba de bofetadas en el rostro, sin embargo, permitía detallarla. Una puerta abierta nos invitaba a trasnochar, a seguir el rumbo en dirección a nuevos desafíos y descubrimientos. ¡Aleluya!
Antes de pasar al vestíbulo, supe que cada puerta de la Basílica tenía su nombre propio, entre estos, Puerta de Filarete, Puerta de los Sacramentos. El acceso situado a la izquierda de la Basílica, era la famosa “Puerta Santa”, la obra exquisita del escultor italiano Vico Consorti, terminada en 1950, donada al papa Pío XII por un grupo de católicos suizos. ¡Diosito, era una de las maravillas del arte europeo! Imposible no apreciarla de arriba abajo.
Al estar clausurada, pude valorar el extraordinario trabajo de Consorti: eran dieciséis retablos de pasajes de la Biblia, tallados en bronce. En estos retablos describe el perdón y la misericordia de Dios. Viendo aquello, traje en retrospectiva la puerta del Baptisterio de Florencia, en Italia. Su autor, Lorenzo Ghiberti, esculpió diez retablos para adornar una puerta de seis metros de alto. Conocida como la “Puerta del Paraíso”, se terminó cuando Ghiberti tenía más de setenta años, veintisiete de trabajarla con pasión, con firmeza, sin descanso ni renuncia.
El guía del Vaticano me explicó que solamente el Papa abría y cerraba la “Puerta Santa” de la Basílica de San Pedro. Se hacía en los años santos para que los católicos ganaran indulgencias (gracias espirituales) en esa única y específica ocasión. En aquél momento, debían cumplirse veinticinco años para abrirse. Había llegado al Vaticano con demasiada anticipación a esa fecha inamovible, que se cumplirá el año entrante. Era curioso, pero la puerta que esculpió Lorenzo Ghiberti en el Baptisterio de Florencia, la encontré, también, herméticamente cerrada. No pude oler el aroma de las baldosas, juzgar el frío o el calor de su interior, ni sentir las vibraciones a través de las paredes que la protegían.