Por María Angélica Aparicio P.
La gente se defiende como puede. Grita, llora, corre hacia un lugar seguro. Escucha el ruido de los misiles. Siente y ve las explosiones como si fueran parte de una película gringa. Luego, asustada, comprueba que varios edificios y casas han perdido su brillo. Los techos y las paredes se han venido abajo. Hay humillación, impotencia, vidrios rotos por todos lados.

Estas escenas ocurren desde el año 2022. Desde el día en que los rusos invadieron la primera provincia del oriente de Ucrania. Los corajudos rusos se atrevieron a pisar el interior de su vecino, sin ser invitado, sin autorización, rompiendo las fronteras, que deben ser líneas sagradas en las relaciones internacionales. Entraron armados, dispuestos a dar una batalla sin cuartel, sin discriminar mujeres, niños, hombres de la tercera edad, profesionales o campesinos.
¡Al carajo con la humanidad ucraniana!, pensaron en Rusia. Cuando se trata de adueñarse de tierras, se justifican las armas, la muerte, el ingreso violento a las provincias vecinas. Adiós a las normas, a los acuerdos decentes, a las limitaciones que buscan, en el contexto mundial, una convivencia más sana. Ahora se encarna la ley del astuto, quien, envalentonado, quiere la riqueza ajena, que no le pertenece.



Ya se cuentan cinco territorios de Ucrania invadidos por los rusos. Y se suman las aguas de los mares que rodean las tierras ocupadas. Han obtenido estos rincones acuíferos –como el mar de Azov– a punta de tanques, voladura de puentes, destrucción de infraestructura, misiles de alcance corto e intermedio, uso de drones, la muerte de ciudadanos indefensos.
Las civilizaciones de la antigüedad –romanos, persas, griegos, turcos– además de comercio, soñaron con adueñarse del mundo. Más tierras significaban poder, sometimiento de los grupos sociales derrotados, construcción de ciudades, puentes, monumentos nuevos, desarrollo del arte. Significaba gobernar bajo un paquete de leyes y administrar las nuevas tierras mediante impuestos. ¿Serán las mismas metas del gobierno de Putin?
Más allá del derecho a crear un imperio en este siglo XXI, como los romanos y persas en su tiempo, los rusos corren, también, en la búsqueda de aguas dulces, aquellas que se representan en los ríos de Ucrania, porque muchas corrientes fluviales de Rusia que desembocan en el Océano Ártico viven tan congeladas como nuestros refrigeradores.
Esos ríos helados, tiesos por la nieve, no son los más aptos para la navegación, ni para la pesca de peces comestibles, lo que acarrea para los rusos, un fuerte dolor de cabeza. En cambio, el vecino ucraniano tiene las aguas preciadas que pueden utilizarse para el comercio, para la pesca deportiva, para el turismo europeo y asiático, para contemplar el agua desde un embarcadero. Esos ríos en manos rusas, incluso, pueden ser el centro de los fabulosos deportes –acuáticos– que atraen como hormigas en el campo de la entretención, a los nativos y turistas.
Un día de febrero, no lo pensaron dos veces. Invadieron a Ucrania vengativos y ansiosos, para alcanzar las dichosas aguas que la naturaleza les ha negado. Ya tienen un área marítima –ilegal– considerable. Por ahora se quejan poco, lloran menos, se irritan dos veces, en vez de diez. Sin embargo, la sed de acaparar lo foráneo sigue en pie, como una indestructible torre de cemento.
En las cabezas desfasadas de estos europeos, también rondan los puertos, esas plataformas inmensas, que permiten la carga y descarga de contenedores de todo peso y volumen. Porque Ucrania es un país portuario, con más de veinticinco en funcionamiento, a donde llegan numerosos barcos y de donde salen las exportaciones de materias primas que se producen en el país.
Sebastopol, Yalta, Odesa, Chornomorsk y Pivdennyi son ejemplos envidiables de puertos calificados con diez. Ya Sebastopol, ubicado en Crimea, cayó bajo la administración rusa desde el año 2014. Lo tomaron con su furia, con sus caprichos de león, hace once años atrás. Igual fue la situación de Yalta, puerto y ciudad histórica, que ahora domina la Rusia caprichosa.



Antes de finalizar la segunda guerra, se reunieron en Yalta los grandes líderes que dirigían a la Europa ocupada por Alemania. A Odesa, localizado al norte del Mar Negro, me acercaría cuando Frederick Forsyth escribió su libro “Odessa” –con una s de más–, un estupendo texto de realidad y ficción, que supo atraparme desde la primera página hasta el final. Hoy Odesa –como infraestructura– continúa siendo un merecido puerto ucraniano.
Aguas, ríos y puertos conforman la triple jugada de los invasores rusos en este bonito país que se llama Ucrania. En su lista por conquistar, faltan los minerales, la otra mira telescópica del vecino agresor. Los ucranianos se han lucido explotando su petróleo para la producción de gas, su riqueza inmaculada. Mantienen las ventas de este apetecido mineral, acumulando miles de metros cúbicos en reservas.
Su producción de litio, óptimo para fabricar pilas recargables, hace más fuerte a Ucrania y más débiles a los rusos, quienes no gozan de los depósitos que su vecino mantiene de este mineral, porque el dedo de la naturaleza, hace millones de años, indicó que el litio no sería, en Rusia, el mineral por excelencia.
Necesitados de un arma tan poderosa como el litio, los rusos no se han quedado con los pies juntos, ni con las manos paralizadas. Parece que tomaron, por ahora, un yacimiento ubicado en la región de Donetsk, al oriente de Ucrania, donde hay presencia de este mineral poco distribuido en nuestro planeta. Cada día el litio, como mineral inflamable, reactivo y blando, cobra mayor importancia para su explotación, su uso y la venta a nivel mundial. Además de explotar el mineral, ¿será que Vladimir Putin sueña con bañarse, en su piscina privada, en miles de toneladas de litio?