Por María Angélica Aparicio P.
Era una mujer de sonrisa fácil, de ojos vivaces y alegres. Se destacaba por su gran carisma. Así fue su primera muestra cuando entró a la Universidad de la Sabana en busca de volverse una comunicadora social. Era sencillo acercarse y saludar. Le gustaba conversar, debatir, meterse en lo profundo de la filantropía. Conversar con ella era como escalar el monte Everest: pegaba en lo más alto para seguir hacia la cima.
No se quedó en Colombia siendo de aquí. Se marchó con sus jotos, sus recuerdos y sus sueños de universitaria graduada. Se instaló en una isla, en Key West, en el estado de Florida, un hermoso sitio que también se conoce como Cayo Hueso, situado a 160 millas de la ciudad de Miami. Un paraíso del Océano Atlántico donde viven gringos, cubanos, colombianos, británicos y más población heterogénea. Todos caben en esta zona rodeada de mar.
Desde mi tierra –Colombia– dibujaba mentalmente a esta joven que conocí en la universidad. Imaginarla en su nueva casa era sencillo: la veía sentada en las escaleras, con los pies moviéndose, encima del agua, en un día de máximo sol. La retrataba con su camisa roja sin mangas, con pantalones cortos y su gato al lado. Tenía el sombrero que usaba Tom Sawyer cuando éste salía a pescar. ¡Dios! Disfrutaba con esta imagen ficticia que me hacía sentir a dos pasos de Key West.
Luz Helena Ballesteros –como se llama– perfeccionó su inglés con el tesón que siempre tuvo. A los 33 años ingresó al Miami Dade College para seguir estudiando tres años más. Concentró sus últimos estudios en aprender anatomía, fisiología, primeros auxilios. Quería trabajar con los adultos mayores, con esos personajes adorables –hombres y mujeres– que tienen mil historias para contar en noches de estrellas, o en aquellas largas mañanas sin nubes.
En el 2019 conoció a un adulto que cambiaría su destino. En las fotos parecía un aguerrido soldado sobreviviente, un participante voluntario de las salvajes guerras asiáticas. Era fuerte, delgado, de cabellos blancos y lisos, de ojos pequeños. Lucía una sonrisa limpia, agradable, de esas que sirven para enamorar a cualquier tipo de chica: latinas o no latinas. Se llamaba Frank y procedía de una familia de inmigrantes europeos.
El padre de Frank, un guapo italiano llamado Charlie, dejó Italia y se instaló al otro lado del Atlántico: en Florida. Comenzó su lucha agotadora, histórica, por alcanzar la estabilidad económica y emocional necesaria para no hundirse. Se trataba de su camorra por el sueño americano. En palabras de Luz Helena, “ese sueño requiere de un trabajo duro y del dominio del inglés para alcanzarlo”. A pesar de los vientos en contra, Charlie logró sacar a sus cinco hijos de las difíciles curvas y vericuetos de la vida. Su hijo Frank abandonó la escuela, en cuarto de primaria, para aportar dinero en casa.
El chico comprometido que era Frank comenzó a trabajar. Todos los días, llevaba agua potable desde la ciudad de Marathon hasta Cayo Hueso, una distancia de más de setenta kilómetros. Cuando pudo, creó una compañía propia, que dirigió como presidente durante 56 años. Su empresa se dedicaba al arreglo de calles y carreteras. Hoy su sociedad ha florecido, prospera como una organización seria, que mantiene con fuerza el espíritu de los negocios.
Luz Helena se conectó con la simpatía y el carisma de Frank, que entonces ya celebraba sus 95 años de edad. Vivían en el mismo Cayo Hueso a diez minutos en automóvil. Eran vecinos del sector, de la misma luz del día, del oleaje, de las playas. Los unía aquellos problemas comunes que ocurrían en la isla. Frank era un empresario reconocido de la Florida; Luz Helena, como latina nacionalizada, lo cuidaba como un anillo labrado en oro.
Un siete de octubre del año 2022, en un día soleado, de esos que envidian quienes están bajo el frío de la nieve, apareció la tragedia. En cuanto llegaron en carro a la bonita casa del empresario, Luz Helena abandonó su asiento de piloto, con la intención, como era habitual, de que Frank parqueara su camioneta Lincoln color perla. La chica colombiana caminaba hacia el garaje, cuando sintió que Frank, al mando del timón del carro, la atropelló.
Quedó incrustada entre la potente camioneta y el garaje. No podía moverse, escapar, correr como avestruz para pedir ayuda. El viejo Frank quedó en shock, mientras Luz Helena sentía el cuerpo destrozado y una insuficiencia de aire que la asfixiaba. No supo cómo sacó su celular, con los dedos rotos, del bolsillo. Llamó al 911 haciendo uso de los músculos de la nariz, una proeza inigualable. Un policía se asomó. Con una varilla hidráulica, logró separar la puerta del garaje de la pesada camioneta.
Luz Helena cayó al suelo como una pluma de ganso. Colapsó completamente, permaneciendo inconsciente durante nueve horas. Una ambulancia estacionó en la calle para llevarla a la clínica más cercana. De ahí, el helicóptero del condado de Monroe County la trasladó al hospital Jackson Trauma Medical Center de Miami. En el reporte médico se leía: fracturas del lado izquierdo, tres fracturas en el pie, fracturas en el fémur izquierdo y derecho; cadera lesionada, cuatro costillas rotas, fracturas en los dedos medio y anular de la mano derecha.
Los médicos tuvieron que reconstruir meniscos, ligamentos y cartílagos de la pierna izquierda. Un equipo de especialistas entre ortopedista, psiquiatra, sicólogo, cirujano, reumatólogo e internista, la atendió en los días siguientes. Estuvieron a su lado cumpliendo un servicio de calidad.
No quedó inválida. Luz Helena regresó a la vida con su voluntad de hierro y su coraje, con esa resiliencia tan propia de los colombianos. Tras dos años de recuperación intensiva, su pierna izquierda permanece adormecida y su mano derecha no funciona siempre. En el proceso de coger cosas o recogerlas del suelo, debe utilizar las dos manos para evitar que algo se rompa. Su lucha no ha terminado.
Frank tenía noventa y nueve años cuando la embistió con el auto. En su convalecencia, la visitó varias veces, una en el lejano hospital de Miami. Lloró como un niño al concientizarse de la tragedia que había causado. Sus visitas daban muestra de que, el adulto mayor, al conectarse con quien lo atiende, logra que la relación enganche y se sostenga, germinando como una fina orquídea. En el dormitorio de Key West –en la casa de Luz Helena– dejó como regalo una cama ortopédica, sencilla, para que su cuidadora descansara el máximo tiempo posible