Sus seis hijos todavía la llaman “papá Oyuki” cargados de inocencia. Ella sonríe con ternura, pero sus pequeños ojos delatan que algo duele a esta mujer que tanto ha luchado desde que dejó la prostitución para ser reconocida como una madre trans en México y en su propio hogar.
“Me siento feliz, me siento contenta porque estoy plenamente completa como mujer. A pesar de todas las dificultades con mis hijes, las instituciones y la sociedad, me siento feliz”, responde a Efe desde el salón de su casa esta mujer que no se quiebra con facilidad.
Basta con una tarde en su humilde hogar de Iztapalapa, populosa alcaldía del oriente de Ciudad de México, para constatar que Oyuki Martínez es un torrente de energía. Y no le queda de otra.
Mientras intenta ver las noticias, consigue poner paz entre Iker y Edwin, peleados por el celular, pide a Dónovan que vaya a comprar agua y ayuda a su madre, Tere, a cortar verduras para la cena. Tarea nada fácil. Son 11 en la casa.
De repente suena su teléfono y se queda quieta por primera vez. Acaba de fallecer una mujer trans en situación de calle y debe hacer gestiones para evitar que las autoridades lleven el cuerpo a una fosa común.
HECHA EN LA CALLE
Oyuki, nacida hace 43 años con un cuerpo y un nombre que ya dejó atrás, se desvive trabajando en la emblemática Clínica Condesa en tareas de prevención del VIH/sida para población vulnerable.
Pocas como ella conocen tan bien la calle, porque en la calle se curtió desde los 15 años y aprendió a ser quien es.
“Los embates de la pobreza me llevaron a sumergirme durante 20 años en el trabajo sexual”, explica mientras se seca el sudor veraniego que se desliza desde su rubia cabellera.
La violencia la empujó entonces a tomar conciencia de su identidad y sus derechos para salir de ese calvario; en 2012 se graduó en Ciencias Políticas y consiguió ser reconocida como mujer en el título sin haber hecho su transición todavía.
Desde 2014, los capitalinos pueden modificar su identidad en el acta de nacimiento.
“Para mi familia siempre ha sido difícil aceptar que yo era una mujer atrapada en el cuerpo de un hombre, porque nunca me sentí legal en mi cuerpo”, cuenta con entereza.
UN REFUGIO DE PAREDES MORADAS
Lo cierto es que siempre destacó entre sus 11 hermanos y sigue haciéndolo, pues es la única que fue a la universidad y que logró cumplir su sueño: tener “una casa de ladrillo”.
En un rincón del predio familiar donde todavía habitan en chozas varios de sus hermanos, Oyuki levantó una casita donde acogió junto a su madre, Teresa, a los hijos que sus prójimos desatendían.
Sorey, Iker, Edwin, Dónovan, Neytan y Carlitos. Repite una y otra vez, con un orgullo que no le cabe en el pecho, los nombres de los que llama sus “hijes”.
La pequeña casa se convirtió en algo más que un hogar, un cálido refugio de paredes moradas donde recibieron el amor que no tenían y comieron los pasteles de cumpleaños que antes nadie les compraba.
Oyuki observa nostálgica el enorme retrato de cuando la mayor, Sorey, cumplió quince años. Hoy tiene 18 y estudia Psicología. Además el resto, que están en primaria, tienen calificaciones “excelentes”, comenta satisfecha.
“Ser una mamá trans en la Ciudad de México es complicado porque nos enfrentamos a una sociedad todavía muy excluyente, muy discriminatoria, que genera prejuicios”, reflexiona.
Solo en 2020, hubo 79 asesinatos de personas LGBT en México, más de la mitad de ellos, transfeminicidios.
MAMÁ TERE Y PAPÁ OYUKI
Unos prejuicios tan arraigados que incluso los niños muchas veces se refieren a Oyuki como “papá” y a su abuela Tere como “mamá”. “Mamá Tere me cuida y papá me compra cosas”, justifica dicharachero Iker, de solo seis años.
Tal es el sincretismo en esta “familia tan diversa” que el pasado Día del Padre, los niños festejaron a Oyuki regalándole maquillajes.
La responsable de que la vean como la figura paterna que lleva el dinero a casa es la abuela Tere, quien los cuida mientras la madre trabaja.
Esta mujer menuda, algo coqueta y tradicional que hace prodigios en la cocina para alimentar a tantas bocas con una exigua pensión, nunca vio clara la transición de su hija.
“A mi mamá le sigue costando mucho trabajo y a la sociedad le cuesta mucho reconocer las múltiples formas de demostrarnos como hombres, mujeres y personas no binarias”, comenta Oyuki.
Pero después de haber roto tantas barreras y haberse ganado el respeto del barrio, su mayor temor es otro, que le quiten a sus “hijes”.
Tras años de ausencia, el padre biológico de Edwin regresó y se lo llevó. Oyuki no tenía la potestad legal del niño porque faltan “políticas públicas” que lo faciliten.
“No tengo ningún hijo, pero los adopté como parte de mi ser. Me he quitado el pan de la boca para darles a ellos todo y que tengan las condiciones que yo no tuve”, reivindica.
Su nombre, “reina de las nieves” en japonés, advierte que no se va a deshacer con facilidad. Tiene mucha batalla que dar esta mamá a la que a veces llaman “papá”.
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