Sociabilidad en tiempos de pantallas

94

Por Eduardo Frontado Sánchez

Vivimos en una era hiperconectada. Hoy tenemos al alcance de nuestras manos una infinidad de recursos y conocimientos, pero a pesar de todo ese avance, no debemos olvidar que el ser humano, en esencia, es profundamente sociable.

Nuestra vida actual es tan demandante que a menudo se nos olvida la importancia de tener contacto humano cara a cara. Aunque no lo parezca, ese encuentro físico, esa presencia tangible, sigue siendo indispensable. La pantalla, sí, ayuda a acortar distancias, pero el afecto no se cultiva únicamente con una videollamada. El afecto también es abrazo, mirada, gesto, presencia.

Migrar en busca de una vida mejor transforma nuestras relaciones. Cambia nuestra cotidianidad y muchas veces nos aleja de quienes amamos. En esa búsqueda por sobrevivir, por mejorar, terminamos dejando de lado momentos de afecto que quizá necesitábamos más de lo que pensábamos.

La sociabilidad es vital en todos los aspectos de nuestra existencia. Aunque la tecnología nos permita “estar” en cumpleaños, reuniones o celebraciones, esa presencia se vuelve efímera cuando solo ocurre a través de una pantalla. Nada reemplaza el poder de darle un abrazo a un ser querido. Nada sustituye ese momento en que los cuerpos se encuentran y las emociones se hacen palpables.

Para muchos de nosotros, la migración de amigos y familiares nos obliga a reconstruir nuestro círculo afectivo. Lo hacemos, claro que sí, pero no sin cargar una nostalgia infinita por lo vivido, por lo compartido, por lo que ya no está tan cerca.

Hoy, cuando tenemos la dicha de ver a alguien que queremos, sentimos el impulso de detener el tiempo. De congelar ese instante en un abrazo que puede tardar años en repetirse. Y eso nos hace pensar.

Este texto no pretende ser una tragedia ni una crítica a quienes han tenido que emigrar. Es simplemente una invitación a tomar conciencia de nuestra naturaleza humana. De la importancia de interactuar, de conectar, de sentir. De recordar que lo esencial no siempre está en una pantalla, sino en el gesto cotidiano, en el tiempo compartido, en la conversación sin filtros.

Hace poco alguien me preguntó cómo logro generar amistades con personas de todas las edades. Creo que la respuesta está en algo muy simple: me esfuerzo por buscar puntos en común con quienes me rodean, por aprender de cada encuentro y por sacar lo mejor de mí en cada vínculo.

Relacionarnos con personas diversas nos abre la mirada, nos amplía el mundo. Nos conecta con las necesidades del otro y con lo que todos compartimos en el fondo: el deseo de ser vistos, escuchados, valorados.

Porque al final, lo que nos une no es lo que nos hace iguales, sino la posibilidad de reconocernos en lo distinto. Y sobre todo, de seguir recordando que lo humano, lo verdaderamente humano, no se olvida.