Por María Angélica Aparicio P.
En las ciudades y pueblos hay calles donde pasan situaciones divertidas, tantas, que nos reímos a carcajadas. Hay calles donde los desfiles religiosos o históricos congregan a mucha gente. Hay vías tan estrechas que la ropa se cuelga, de edificio a edificio, para que el sol la seque más lento que la secadora eléctrica. Hay calles donde ocurren tragedias que nadie aplaude porque son tan dolorosas que se convierten en otro cementerio.
Me encontraba en la capital de España, en Madrid, ubicando las calles que ahora serían mi guía, mi ruta, si no quería envolatar. Miraba los edificios clásicos, los monumentos principales, la fuente de Cibeles, la fachada de los teatros y hoteles de renombre. Había salido de la puerta de Alcalá en sentido sur a norte, y caminaba despacio, absorbida por la arquitectura.
Unas horas más tarde, me detuve frente a una plazoleta circular, en el barrio de Salamanca. No tenía registro de que existiera tal zona, que notaba con otros aires, otras fragancias. Crucé la plazoleta y entré a una calle que tenía por nombre: Claudio Coello. Noté que era un conjunto de cuadras donde había comercio, lindísimos edificios con balcones, hospitales, un asilo de huérfanos, el convento de Santo Domingo el Real, en fin. Era una vía pública distinta para mí.
Las palabras “Claudio Coello” no eran la marca de una máquina, o el invento moderno del momento; no eran ninguna broma barata. Claudio había sido el pintor del rey Carlos II y uno de los grandes representantes del estilo barroco de la ciudad de Madrid. Su habilidad artística se había transformado en valiosas pinturas que terminaron exhibidas en varias iglesias de la capital española. De modo que Claudio Coello no era un nombre sacado de la nada. En 1683, por decreto, se convirtió en el pintor oficial de la realeza española, desde entonces, se volvió una figura pública y de prestigio nacional.
José de Salamanca era un empresario y acaudalado marqués. José fue, precisamente, quien construyó el barrio de Salamanca para que la aristocracia y la burguesía de la época residieran aquí. De ahí el gusto extraordinario que yo apreciaba en las construcciones de la zona. El marqués nunca imaginó que este distrito después de urbanizarse, se convertiría en “lo in” de Madrid. Además del convento y el mercado de la Paz, en la calle se concentraban boutiques, hoteles de aspecto asombroso, joyerías, restaurantes que debían costar más de diez dedos juntos. Se notaba la pulcra elegancia del sector.
Algunos escritores y dramaturgos como Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Machado y Guillermo Fernández-Shaw vivieron aquí muchos años. En la casa número 91 de esta calle, Camilo José Cela, el literato de la posguerra, escribió su primer libro de versos, titulado: “Pisando la dudosa luz del día”. Después escribiría el cuento de “Don Anselmo”; pasado un tiempo, terminaría su primera novela literaria bajo el cobijo de las paredes de su apartamento. Además de toda una vitrina comercial y gastronómica, descubría que la calle Claudia Coello era el amparo de famosos amantes de las letras.
En 1973, un año crucial en la vida política de España, Claudia Coello se ganó los gritos y el miedo de los madrileños. El totazo de una bomba se sintió con fuerza en el número 104, ahí donde estuve parada largo rato, confundida y furiosa, recordando la bestialidad humana cuando quiere envolverse en su egoísmo puro y faltar a la racionalidad. Por supuesto, no había rastro del impresionante lío que se había formado en ese entonces.
¿El número 104? ¡Demonios! ¿Qué había pasado? Un cráter tremendo, de unos siete metros de ancho por dos de profundidad, se abrió, sin sospechas de nadie, en el mismo suelo donde a toda hora, día y noche, transitaban los carros conducidos por todo tipo de personas. Los tubos del agua y del gas se rompieron como porcelanas. Los autos que estaban estacionados junto a los andenes, se volvieron añicos. Eran las 9:30 de la mañana de un espinoso veinte de diciembre, cuando sonó el bombazo.
Un Dodge 3.700 GT color negro, escogido por el gobierno español para trasladar diariamente a uno de sus funcionarios estrella, había sido blanco de un atentado. Parecía labor de un grupo de hombres en su más enconada diablura. Y en realidad, así era. ETA (País Vasco y Libertad) había montado la “Operación Ogro” para acabar con la vida del almirante Luis Carrero Blanco, quien ejercía la presidencia de España en ese momento. Tras la ruidosa explosión, el almirante falleció junto con sus dos compañeros de viaje.
Integrantes de ETA habían puesto tres cargas explosivas debajo del pavimento. Cuando el precioso carro tocó la línea roja que habían pintado en la pared, el auto oficial se levantó, se elevó como un globo, superando la altura de un edificio de cinco pisos. Como un frasco de vidrio, cayó en el patio interior de un inmueble. Desde abajo era imposible adivinar dónde rayos estaba el carro, pues no se veía. Fue rescatado vuelto chatarra. Como algo insólito, no se partió en dos ni en tres pedazos. Quedó inservible, pero doblado. Los fabricantes de la Chrysler de Villaverde, que lo habían fabricado en la propia España, quedaron perplejos ante la resistencia del vehículo, pues los veinticinco kilogramos de explosivo que estallaron, no lograron que el auto se desintegra en numerosos pedazos de metal.
El Dodge se exhibió en la ciudad de Madrid durante varios años. El público español pudo analizar, cabalmente, la barbarie de una tragedia planeada.