Por María Angélica Aparicio P.
Cuando América estaba conformada por virreinatos –Nueva Granada, Perú, Río de la Plata– se importaron de España deliciosas frutas como las naranjas, las limas y los limones.
Los indígenas no se quedaron quietos frente a esta importación y movieron sus brazos para seguir produciendo alimentos que les garantizara una larga vida. Continuaron sembrando maíz, papa, aguacate, tomate, cacao, maní, yuca, fríjoles, arracacha.
Con su agricultura primitiva, pero de ricos sabores y olores, se autoabastecieron. Luego comenzaron a intercambiar sus productos con las tribus del entorno.
Al ver por primera vez el tomate, el cacao y la yuca, como fuentes de alimentación, los españoles estuvieron a un hilo del desmayo. Ojear sus tamaños, diferenciar sus colores, probarlos para sentir cómo se digerían esófago abajo, se volvió la sorpresa del siglo XV.
Fue como encontrar una manada de jirafas en plena Amazonía. ¡Era todo un descubrimiento! Cuando el indígena les mostró frutas como la curaba y la guayaba, el asombro se volvió del tamaño de una jícara de barro. Embelesó los paladares españoles, hasta el punto de llevárselas para España.
Los españoles emprendieron, a modo de respuesta, su propia batalla: trajeron toronjas, avena, trigo, centeno, lentejas, rábanos, zanahoria y espinaca. Los ojos de los nativos americanos se agrandaron como platos de cartón. ¡Aquello era la novedad! Los fornidos españoles tenían su forma de alimentarse, no cabía duda. Los nuevos productos, sumado a lo existente en nuestros territorios, serían la base para un rentable comercio, una gastronomía más rica y el nacimiento de las pastelerías modernas.
A las frutas que trajeron –limas, limones y naranjas– se sumaron otros artículos que dejaron con la boca abierta a la sociedad de criollos, mestizos, indígenas y afrodescendientes que vivían en nuestro país. Aparecieron los muebles de mimbre, los baúles de madera, los paños para confección de trajes, los sombreros, los abrigos de piel, los vestidos para damas. Se transportaron en galeones, vía marítima y fluvial, como importaciones de gran calidad, útiles y necesarios para las costumbres que se implantarían en la colonia y que jugarían su rol durante el “bogotazo” del 9 de abril.
Para completar el cuadro de importaciones, aterrizaron aquí las armas más nocivas: los mosquetes, las pistolas, los cañones, las ballestas y la pólvora, elementos que contrastaron con las lanzas, las hondas, los arcos y flechas, las cerbatanas, las caucheras y las boleadoras, fabricadas por nuestros indígenas. El virreinato de Nueva Granada se volvió un depósito de armas insustituible. Y causas había: por si la guerra, por la rebeldía de los nativos, por aquello de los animales peligrosos y las situaciones de riesgo. De ahí que las armas de fuego entraron a la historia para instalarse en nuestra tierra.
A Cuba vinieron, en barco, los primeros caballos, cuya historia se remontaba a las zonas inhóspitas de Arabia Saudita donde estos animales se criaban. De Arabia pasaron a España en un largo recorrido, por mar o por tierra, hasta que estos cuadrúpedos arribaron a América. Con facilidad se adaptaron a los desiertos, las montañas, los llanos, los calores y la lluvia.
Los bienaventurados caballos espantaron a los indígenas que, al visualizarlos, corrieron como flechas. Tan solo apreciar sus tamaños, sus colores, la bravura, salieron a perderse detrás de los árboles. ¡El susto fue remadre! Pero, así como los animales asustaron a estos hombres de taparrabo, así éstos descubrieron el brío, la velocidad, la gallardía y la utilidad del ganado equino. Del miedo pavoroso, pasaron a tocar su cuerpo, el pelaje, las ancas de los caballos, hasta convertirlos en parte de su vida diaria.
Con los caballos, también vino la importación de gallinas, vacas, cerdos y cabras, que arribaron, campantes, a las islas del Caribe como Cuba y Jamaica. De estos territorios, paradisíacos en su momento, se trajeron las primeras muestras a nuestro virreinato. Indígenas Caribe, Arawak y Chibcha comenzaron a vivir en compañía de esta clase de ganado, que se multiplicó para dicha de empresarios, ganaderos, comensales y cocineros.
Un tipo de alcohol, una planta y un mineral también marcaron la parada durante la época colonial que se vivió en el territorio. A través de las Reales Cédulas –nombre que se daba a las leyes– se impuso el monopolio de la producción de aguardiente, tabaco y sal, mercancías que jugaron su rol en manos de los españoles. Por supuesto, no se conocían cuando llegó Cristóbal Colón a nuestras costas nacionales. El desconocimiento de estos productos, que atrajeron como pirañas a los comerciantes españoles, permitió su explotación y su lista de beneficios para los extranjeros que nos dominaron.
Los recursos agrícolas y mineros, el tabaco y el aguardiente que entonces se producían en nuestro virreinato, se vieron un buen día, de frente, con el cobro de los impuestos. Producirlos, comprarlos y venderlos significó pagar más caro. ¡Y caracoles! Las cosas se complicaron. El costo de vida se disparó para los habitantes de Nueva Granada, provocando también, en otros territorios americanos, los berrinches de la población.