Un viaje por los estrechos del planeta

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Por María Angélica Aparicio P.

El portugués Fernando de Magallanes subió al buque “Trinidad” para localizar el peligroso corredor marítimo donde la fuerza del agua solía destruir las embarcaciones. Autorizado por el rey Carlos I de España, lo esperaba una travesía larga y peligrosa.

Un reto con cachos y cuerpo de diablo. Tenía que descubrir el estrecho que llevaría su nombre -Magallanes- y en lo posible, cruzarlo de punta a punta.

Bajar hasta la bahía de Río de Janeiro y alcanzar el sur de Argentina ya era una tarea difícil. Tocar el extremo oriental del estrecho, era una misión suicida.

Un imposible, porque el mar se agitaba a medida que se avanzaba y movía sus olas como un toro de lidia enfurecido. Las tormentas sacudían las embarcaciones a su antojo, haciendo ovillos el corazón de los tripulantes.

La angustia, la soledad, el pensamiento de perder la vida, se apoderaba de todos los que iban a bordo.

Un día de octubre, el buque “Trinidad”, junto con las embarcaciones que iban detrás, -San Antonio, Concepción, Victoria, Santiago- encontró el estrecho. El barco entró por una especie de boca a cielo abierto.

Era un corredor angosto, difícil, que permitía pasar del Océano Atlántico al Océano Pacífico.

Era la vía que bordeaba el continente americano por el sur. Aquí comenzaba la segunda aventura de Magallanes después de avistarlo: su cruce de oriente a occidente.

En aquel siglo XVI no era sencillo aguantar eternas horas de viaje por mares desconocidos. Las enfermedades, los mosquitos, la falta de alimentos, los motines emprendidos por la tripulación, las alucinaciones de los hombres, eran como piedras metidas en los zapatos de los capitanes. Obstáculos que engullía las esperanzas y que a veces resultan invencibles.

Magallanes contó con una suerte fenomenal al descubrir aquél camino. Algo inédito en sus tiempos. Fue motivo para chiflar, hacer berrinches, reír a carcajadas, lanzar sombreros al aire.

Su idea de navegar rumbo al sur, lo había llevado hasta esa pata curva del mundo; la pata que luego se conocería como el sur de Argentina. Su hallazgo le permitiría cruzar el estrecho y toparse con un mar de aguas tranquilas que llamaría el Mar del Pacífico.

Hay estrechos en todas sus formas, longitudes y anchuras. Existen para unir aguas saladas y territorios extensos. Se distribuyen en distintos sitios de nuestro planeta e invitan al hombre a usarlos en beneficio colectivo.

En estos salientes de tierra, es impensable usar las balas para torpedear los barcos petroleros y mercantes que los atraviesan a diario como han hecho los hutíes en Yemen. Estos recursos naturales no pueden ser una fuente para contaminar el aire y espantar la fauna marina.

Algunos estrechos son naturales y cautivan por la belleza de sus orillas y el paisaje que construyen con cielos nubosos o cielos despejados. Como el estrecho de Magallanes o el estrecho de Dardanelos en Turquía.

Otros son canales que han sido grandes obras de ingeniería, hechos con el sudor y el sacrificio de miles de obreros, para que los barcos se dirigen, de un extremo a otro, con seguridad y eficiencia. Están ahí para acortar distancias y fortalecer el comercio marítimo de cargas y pasajeros.

De existir hoy el noble Fernando de Magallanes habría proferido largos gritos al ver el Canal de Suez, una ruta artificial situada en el mismo Egipto de los faraones.

Se inició su construcción a mediados del siglo XIX como una vía necesaria para conectar el Mar Rojo con el Mediterráneo y llegar a Portugal ­-de donde era oriundo Magallanes- en menos días. Franceses e ingleses juntaron esfuerzos para crear la empresa “Suez Canal Company” y hacer posible este canal.

La esposa de Fernando, Beatriz Barbosa, fallecida en 1522, de haber sobrevivido más tiempo, se habría emocionado al contemplar las vistas del Peñón de Gibraltar, localizado en el punto más al sur de España. Se trata de una porción territorial que se adentra silenciosamente en el mar y que permite la formación de un estrecho que opera como una puerta de entrada y salida al legendario Mar Mediterráneo.

Hermoso pedazo de tierra en forma de punta, en cuyas orillas se encuentran construcciones inglesas donde hay restaurantes, pubs, tiendas, el castillo medieval de los Moros, túneles, cuevas, embarcaderos con botes de lujo.

En un día soleado, Gibraltar se vuelve una encantadora visita que atrae, como moscas, a los turistas, porque el cielo azul parece estar a escasos metros por encima de los visitantes. Esta sensación de corta distancia con el agua debajo, que se mueve produciendo sarpullidos, más los barcos agolpados en la superficie, paraliza al peregrino.

El estrecho de Gibraltar también atrae a los humanistas e investigadores. Arturo Pérez-Reverte, escritor y periodista español, en uno de sus libros titulado “El italiano”, tomó Gibraltar como escenario de su libro. Lo convirtió en el espacio físico donde ocurre el romance entre un soldado italiano –Teseo Lombardo- y una viuda joven e inteligente, nerviosa y sin hijos, pero también valiente, -Elena Arbués- de origen español y vendedora de libros.

No se había terminado la Segunda Guerra Mundial cuando Pérez-Reverte escoge este canal natural -de por sí paradisíaco- para narrar las operaciones de espionaje entre británicos e italianos con el fin de prolongar y hacer más mortífera la Segunda Guerra. En esta oportunidad, las aguas del Mediterráneo son la base para que los soldados europeos se conviertan en un grupo de buzos expertos que buscan eliminarse entre sí.

Es interesante que todo estrecho creado por la naturaleza -como Alaska, Kerch, Gibraltar y El Bósforo-, además de ser centros de inspiración para crear películas o libros de acción, o para servir de entretenimiento, sean las mejores herramientas para proteger el medio ambiente circundante y constituirse en banderas ejemplares de la paz.